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Jorge Javier Romero Vadillo

10/01/2014 - 12:01 am

La reforma educativa ficticia

Hace un año, al comienzo del actual gobierno, las expectativas de una reforma profunda del arreglo político del sistema educativo eran amplias. Organizaciones civiles, académicos y activistas celebrábamos el anuncio del presidente recién llegado de que impulsaría reformas constitucionales y legales para cambiar el sistema de incentivos imperante entre los docentes desde los tiempos en […]

Hace un año, al comienzo del actual gobierno, las expectativas de una reforma profunda del arreglo político del sistema educativo eran amplias. Organizaciones civiles, académicos y activistas celebrábamos el anuncio del presidente recién llegado de que impulsaría reformas constitucionales y legales para cambiar el sistema de incentivos imperante entre los docentes desde los tiempos en que se desarrollo el gran esfuerzo educativo del régimen revolucionario, basado fundamentalmente en méritos de carácter sindical y político, para construir un nuevo entramado institucional donde primarían los alicientes al buen desempeño académico y profesional.

El objetivo explícito del proceso reformador, era que el Estado recuperara la rectoría de la educación, lo cual implicaba el reconocimiento de que el régimen de la época del monopolio del PRI había cedido el control de los recursos públicos y la gestión de las políticas educativas al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación a cambio de que esta corporación paraestatal gobernara a los maestros y procesara sus demandas dentro del marco disciplinario del partido hegemónico. Los dos gobiernos emanados del PAN, por su parte, habían evitado romper con el acuerdo corporativo y, contra la tradición ideológica de ese partido, habían renovado el pacto con el SNTE incluso con ventajas para la organización gremial, que ganó autonomía con la alternancia. Como cuña del mismo palo, era el PRI de vuelta en el gobierno el que se decidía a cambiar las reglas del juego.

La razón por la cual, se dijo, era necesaria una profunda reforma política del sistema educativo era la baja calidad de la enseñanza que desde hacía décadas producían unas escuelas donde los profesores sabían que su movilidad laboral y su promoción dependían de un intercambio clientelista con los líderes sindicales o con la burocracia y no de méritos en sus labores. Ser buen profesor no recibía mayor reconocimiento, mientras que ser buen militante sindical, apoyar al delegado en sus aspiraciones políticas, movilizarse por el PRI en la época clásica o por el PANAL en los nuevos tiempos, cuando no simplemente sobornar a la persona adecuada, era el camino para conseguir ascensos, ampliaciones de jornada, cambios de adscripción, posiciones de dirección o supervisión.

La reforma, se dijo, cambiaría ese estado de cosas y crearía un servicio profesional al cual se ingresaría por concurso de oposición y dentro del cual se ascendería por medio de méritos en el desempeño profesional. Nunca más habría plazas vendidas ni heredadas y toda promoción sería obtenida gracias al esfuerzo, la capacidad y la creatividad en las aulas.

La reforma constitucional estableció todos estos propósitos que, empero, deberían reglamentarse en la legislación secundaria. Como muestra de la firma decisión del gobierno de llevar la reforma hasta sus últimas consecuencias, en febrero de 2013 fue apresada la hasta entonces poderosa líder del SNTE, Elba Esther Gordillo. Y a partir de entonces todo el proceso comenzó a torcerse.

La Ley del Servicio Profesional Docente que finalmente se aprobó, prácticamente idéntica a la iniciativa presentada por el ejecutivo, fue muestra clara de que a pesar de la grandilocuencia declarativa y los gestos histriónicos, el gobierno no estaba dispuesto a modificar de fondo la manera en la que tradicionalmente se había gobernado el sistema educativo. Por un lado, la ley no creó un auténtico servicio profesional de carácter nacional, con un sistema único de ingreso a la carrera docente y un proceso preciso de promoción entre categorías y niveles que premiara la calidad y el buen desempeño. Por el contrario, lo que se estableció fue un marco general para que cada estado de la federación creara su propio mecanismo de gestión de plazas docentes, con un amplio margen para la interpretación local de los criterios de ingreso y promoción.

El SNTE, descabezado, optó por apostar a la docilidad, con la esperanza fundada de que su actitud conduciría a una transformación a lo Gatopardo: que todo cambie para que nada cambie. Por su parte, la CNTE apostó a la protesta estridente para negociar en corto los términos de la simulación. A la hora de “armonizar” las legislaciones locales con la floja ley federal el SNTE y la CNTE han comenzado a cosechar los frutos de sus estrategias: reformas a la medida que apenas si tocan el control gremial de la carrera de los maestros y que dejan enormes espacios para la discrecionalidad en el reparto de plazas y prebendas educativas.

François Xavier Guerra, en su libro clásico México: del antiguo régimen a la revolución decía que en este país las leyes eran ficciones aceptadas. La Constitución y el resto de los ordenamientos jurídicos eran constantemente enaltecidos en el discurso al tiempo que todo mundo sabía que no se cumplían o, cuando mucho, servían apenas como marco para las negociaciones de privilegios y excepciones. El caso de la reforma educativa es una muestra de cómo en México, una vez más, se legisla de manera tal que nadie tenga que cumplir la ley general porque puede negociar reglas a la medida.

Apenas a un año de que comenzó de manera halagüeña el proceso de reforma educativa, ya se puede vislumbrar su tremendo fracaso.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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