Arnoldo Cuellar
09/01/2014 - 12:00 am
El amor de los políticos por los reflectores
Algunos acontecimientos en estos días nos vuelven a situar frente a uno de los fenómenos que ponen en flagrante evidencia el subdesarrollo de nuestra clase política, de todos los partidos por igual: la proclividad a cultivar la imagen personal en ausencia de un trabajo que priorice los resultados del servicio público. Dos de esos casos, […]
Algunos acontecimientos en estos días nos vuelven a situar frente a uno de los fenómenos que ponen en flagrante evidencia el subdesarrollo de nuestra clase política, de todos los partidos por igual: la proclividad a cultivar la imagen personal en ausencia de un trabajo que priorice los resultados del servicio público.
Dos de esos casos, coincidentemente, ocurrieron en Guanajuato. El otro, quizás aún más ominoso por su lugar de origen, es del mandatario chiapaneco Manuel Velasco, quien gobierna una de las entidades con mayor marginación del país.
Pero vamos por partes. Las semanas finales del año vieron la coronación del equipo de fútbol León como campeón del torneo de apertura de la Liga MX, tras una sequía de dieciséis años sin conseguir títulos y después de una prolongada estancia en la división de ascenso.
Sobra decir que la euforia invadió la ciudad de León y el estado de Guanajuato. En las etapas finales del torneo fue posible ver a buena parte de la clase política de la entidad en los palcos y plateas del estadio local.
Después de la coronación se organizó un desfile por las calles de esa urbe guanajuatense, el cual culminó en la plaza principal, donde los héroes del momento fueron recibidos por las autoridades locales, encabezadas por la presidenta municipal priista, Bárbara Botello Santibáñez. A la parada deportiva asistieron decenas de miles de personas.
Hasta allí, nada se sale de lo acostumbrado en estos casos. El guión se rompió, sin embargo, cuando la alcaldesa, quien pasa por un momento particularmente delicado en su popularidad, sobre todo por el crecimiento de la inseguridad, salió al balcón central del palacio municipal para presentar la copa a la multitud y darle un beso al trofeo, lo que concitó el repudio del respetable mediante una porra que suele ser usual para insultar a los rivales futbolísticos pero cuyas expresiones, fuera del estadio, sonaron absolutamente soeces.
La salida de tono no hubiera ocurrido de haber hecho caso la funcionaria a consejos de sus cercanos que le solicitaron no ostentarse de forma protagónica y dejar el espacio para los futbolistas, los únicos y verdaderos autores de la euforia ciudadana.
La lección, sin embargo, no parece haber sido aprendida. En los días que corren, la alcaldesa ha difundido a través de voceros oficiales y oficiosos, que el equipo de fútbol León será recibido por el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, en Los Pinos, gracias “a sus buenos oficios”, algo que resulta una flagrante mentira pues forma parte de un protocolo muy bien establecido.
El logro del campeonato se maneja como parte de “los triunfos” de la alcaldesa, algo que lo único que le puede acarrear es probablemente otra rechifla cuando aparezca en el estadio en los próximos cotejos.
El otro personaje enredado en escándalos de imagen fue el gobernador panista Miguel Márquez, quien para empezar el año asumió el papel de “rey mago” y repartió juguetes a una concentración de niños y jóvenes reunida por el DIF estatal, el seis de enero pasado.
La utilización de una fotografía donde el mandatario entrega un balón de fútbol a un joven confinado a una silla de ruedas por la carencia de piernas, difundida en su página oficial de Facebook, motivó una airada reacción en las redes sociales donde lo menos de lo que se le calificó fue de insensible.
De las redes, el caso brincó a medios de todo el país, como ya resulta habitual, provocando que cualquier intención con la que haya sido utilizada la fotografía quedara totalmente desvirtuada.
Ambos casos arrojan lecciones que podrían servirles a los políticos si tuviesen una mínima disposición a aprender de sus resbalones, algo que no resulta común en estos tiempos.
Un primer asunto que debería quedar claro es que los servidores públicos no tendrían que presumir más que de los logros que consigan en el ámbito de su responsabilidad, actuando con apego a la ley y con absoluta transparencia.
El campeonato de un equipo de fútbol no parece ser algo en lo que tenga que ver el gobierno, como tampoco el reparto de dádivas con recursos del erario público.
La entrega de juguetes a unos cuantos cientos de niños no constituye una política pública, en todo caso es un acto simbólico y protocolario. Si el gobernador estuviese entregando juguetes con recursos de su peculio personal, tendría algún sentido que sólo se beneficiara a unos cuantos, hasta donde le alcance el bolsillo. Pero si lo hace con los recursos del erario y lo presume, debería explicar porque se les entrega a unos sí y a otros no.
Pero aún en el caso de que fuera una dádiva personal, el cristianísimo gobernador que es Márquez, quien cursó algunos años en el seminario, debería recordar la máxima evangélica: “cuando ayudes a un necesitado, ni siquiera tu mano izquierda debe saber lo que hace la derecha”.
El problema central en ambas casos es el concepto de imagen que buscan estos políticos: en un caso se trata de compartir una imagen triunfadora; en el otro de generar una imagen compasiva.
En un ámbito de laicismo y de republicanismo, ambos tan ausentes de nuestra actual práctica política, no debería ser necesario para que un gobernante alcanzara el aprecio de su comunidad otra cosa que el cabal cumplimiento de sus funciones.
Ello no excluye que se puedan celebrar triunfos deportivos o artísticos o unirse a la conmemoración de festejos dictados por la costumbre, guardando el decoro y sin que se quiera hacer pasar esos episodios insertos en la convivencia de una comunidad, como elementos para la construcción de una imagen pública.
Pobres de los mandatarios que dependan de los acontecimientos externos para labrarse una reputación. Tendrían que recordar aquella afortunada frase acuñada por el embajador norteamericano D. W. Morrow: “si un partido se atribuye el mérito de la lluvia, no debe extrañarse de que sus adversarios le culpen de la sequía.”
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