En diciembre de 1996, Michele Carvell, habitante de la comunidad estadounidense de Manitou Springs, Colorado (población según el último censo: 4 mil 992 habitantes), tuvo una ocurrencia que no sólo constituye uno de los principales atractivos turísticos de tal población sino que llena de orgullo a sus coterráneos: al percatarse que muchas de sus amistades recibían fruitcakes como regalo de navidad, y que no sólo no los consumían sino que no hallaban cómo deshacerse de ellos, creó un festival cuya mezcla de vulgaridad, simpleza y estulticia sólo podría producirse no en Estados Unidos –que es un país por cuya alta cultura no tengo sino la mayor de las admiraciones, como la tengo por muchas de las manifestaciones de su cultura popular metropolitana– pero sí en sus regiones provincianas, aquellas de los rednecks, aquellas del white trash.
La premisa del Great Fruitcake Toss es sencilla: el primer sábado de enero, miles de personas convergen en Pike´s Peak –montaña que forma parte de las Rocallosas, enclavada en el Pike National Forest–, al pie de la cual se erige la población de marras. Llevan sus fruitackes indeseados y una lata de alimento no perecedero, cuyo donativo a una organización caritativa constituye el precio de admisión al festival. Una vez ahí, proceden literalmente a arrojar los abominados pasteles tan lejos como les sea posible, no sólo para perderlos de vista sino para participar en una suerte de catártico statement colectivo, histerizado ritual de masas teñido de intolerancia cultural, redolente de aquella explosión masiva de acetatos de música disco celebrada en Chicago en 1979 y conocida infaustamente como Disco Demolition Night, si no es que –con perdones… pero no muchos– de las quemas de libros nazis. Para ello, pueden valerse de sus manos desnudas (que infiero rugosas) y sus brazos (que supongo adiposos) pero también de variados adminículos que incluyen catapultas, resorteras gigantes y lanzadores a presión. Hay premios por categoría para quienes logren enviar más lejos los proyectiles comestibles. Ninguna información he podido encontrar sobre su destino, lo que me lleva a inferir que o bien quedan esparcidos por la ladera de la montaña, condenados a la putrefacción, o bien son recogidos por el servicio de limpia de la administración forestal, lo que debe costar no pocas horas hombre y no poco dinero.
A estas alturas, el lector se ha percatado con creces de que tal práctica anual, descubierta hace poco por accidente imputable a mi ociosidad cibernética, me irrita: por estúpida y por dispendiosa. Habré de confesar también, sin embargo, que se ve agravada por la materia de su escarnio. Inmoral me parecería una orgía de desprecio y destrucción de quesos de tuna, de paquetes de tofu, de latas de chiles jalapeños –alimentos todos que detesto. Pero doblemente inconcebible me resulta la jornada de oprobio al fruitcake ya sólo porque, lo confieso orondo, espero con ansia cada temporada decembrina (y eso que detesto las fiestas asociadas) para comerlo.
El fruitcake es un panqué de consistencia más o menos densa, trufado con frutas cristalizadas y/o secas y nueces de diversos tipos, perfumado con especias y a menudo empapado en licor, en ocasiones ron o brandy pero las más (y mejores) de las veces bourbon. El listado de ingredientes no suena en lo más mínimo repulsivo y el resultado vaya que no lo es. ¿Por qué concita tanta inquina entonces? La respuesta definitiva ha de permanecer en el misterio pero lo más probable es que su desprestigio internacional obedezca a la televisión. (Es el caso, por cierto, para muchas personas y cosas, lo que me veo obligado a admitir aun si trabajo en ella.)
El fruitcake es un pan estadounidense, aun si como tantos platos de la cocina de aquel país tiene un origen casi directamente europeo. (Los panes de frutas son cosa que existía ya en la Roma antigua y que habrían de dar lugar al panforte toscano, al panettone milanés y al Stollen germánico, todos emparentados entre sí y todos antecedentes más o menos directos de ese fruitcake perfeccionado con ingredientes locales en el sur de los Estados Unidos –la tanta azúcar para cristalizar los tantos cítricos, las tantas nueces y, en particular, las tantas pacanas– y exportado de ahí, junto con la costumbre de comerlo y regalarlo en diciembre, a todos los países del continente, y señaladamente al nuestro.) Así, forma parte de la cultura popular de aquel país, al punto de haber sido tema de un gracejo injusto aunque divertido de Johnny Carson, conductor paradigmático del Tonight Show estadounidense para quienes nos acercamos a la cuarentena y nuestros mayores. “El peor regalo es el fruitcake”, habría de sentenciar Carson en una emisión navideña. “Sólo hay un fruitcake en todo el mundo, y la gente se la pasa mandándoselo entre sí”.
Ocurrente pero falso, Mister Carson. Y no sólo porque yo mismo suelo recibir dos cada año y los devoro con auténtica fruición –uno es un fruitcake tradicional y felizmente gringo, que hace mi tía méxicoamericana (y, además, judeocatólica, por lo que para rosh hashanah también me toca su notable gefilte fisch, otro plato incomprendido); otro es un Stollen sajoncísimo, esponjoso y neutro en su masa, pletórico de ralladura de limón y naranja, de pasitas, de almendras, de mazapán, que hornea cada año un amigo germanomexicano– sino porque hay cuando menos una empresa en el mundo, de la que soy cliente fidelísimo, que entra en un frenesí de hiperproducción cada octubre y que debe el 98 por ciento de sus ventas al fruitcake, lo que redunda en un promedio anual de 1.5 millones de pasteles vendidos, equivalente a mil 360 toneladas. Dado el costo de entre 18.50 y 68.45 dólares por fruitcake, dependiendo de su tamaño (más gastos de envío internacional), me permito dudar que uno solo de sus clientes los adquiera para probar sus catapultas, en Pike´s Peak o en cualquier otro cerro.
He dicho envío internacional, desde Corsicana, Texas, y a cualquier país del mundo salvo Cuba e Irán. Y es que la Collin Street Bakery –que así se llama la pastelería de mis afectos– habría de apuntalar su éxito ya centenario en un uso temprano y visionario de los servicios de paquetería. Enclavada originalmente en un local convencional, el éxito de sus pasteles navideños –que son, lo diré sin ambages, los mejores que he probado– y la expansión económica de su población de origen, atribuible a la vecindad de pozos petroleros y a su ubicación estratégica entre Dallas y Houston, habrían de redundar en su mudanza a principios del siglo XX a un gran edificio, cuya planta superior funcionaba como hotel de lujo. Ahí hubo de alojarse un diciembre de 1914 la caravana del circo Ringling Bros., cuyos integrantes, maravillados por los fruitcakes ahí servidos, quisieron enviarlos de regalo a sus amigos y familiares en el resto del país y en Europa, lo que daría a muchos una felicísima navidad y a algunos una oportunidad de negocio inigualable.
El próximo diciembre, la Collin Street Bakery cumplirá cien años de hacer sus envíos al mundo entero. Y yo los festejaré haciendo desde octubre mi pedido acostumbrado –un DeLuxe tamaño grande–, aguardando las tres semanas habituales para recibir la emblemática lata roja decorada con la incongruente aunque pertinente imagen de una pareja victoriana vestida con ropa invernal y un vaquero, y abriendo una botella de Maker’s Mark no para brindar –lo que en este caso resultaría pedestre– sino para verterla toda sobre mi pastel, enchumbándolo de espíritu festivo.
Detesto las fiestas decembrinas (lo he dicho ya) pero el fruitcake me arranca cada año el más sonoro de los jojojós. ¿Será por el bourbon?