Alma Delia Murillo
07/12/2013 - 12:02 am
Hermana República del Trámite
Sobre este, nuestro peculiar país, y sobre esta, nuestra inabarcable mexicanidad, pesan incontables acusaciones falsas: que si somos un país de huevones, que si el Chavo del Ocho es nuestro padre arquetípico, que si somos creadores de la medida de tiempo “ahorita”, que si nuestra lengua es inmune al chile – sin albur o con […]
Sobre este, nuestro peculiar país, y sobre esta, nuestra inabarcable mexicanidad, pesan incontables acusaciones falsas: que si somos un país de huevones, que si el Chavo del Ocho es nuestro padre arquetípico, que si somos creadores de la medida de tiempo “ahorita”, que si nuestra lengua es inmune al chile – sin albur o con albur, como prefieran- o que si todos somos guadalupanos y adoradores de Juan Diego.
Calumnias, puras calumnias; porque ni todo, ni todos, ni no me chinguen: prefiero la orfandad que tener por padre al Chavo del Ocho.
Pero lo que sí es una verdad indiscutible es que nos encanta el papeleo, la burocracia, las formalidades ridículas.
Es casi una parafilia: como si los circuitos sexuales y amorosos de quienes definen los trámites para considerarnos ciudadanos, se activaran ante la excitante idea de ponernos a llenar documentos, firmar papeles, sacar fotocopias, tramitar usuarios, contraseñas y construir un alter ego electrónico que nos torture y aceche con una efectividad que ni la KGB en los días de la KGB.
Llevo dos semanas andando por la vía dolorosa de los trámites. Ay de mí.
Esta es la ruta de mi calvario: alta para la facturación electrónica, cambio de titularidad de la línea de teléfono, incorporación a las aportaciones voluntarias para el Fondo de Vivienda con su correspondiente notificación al banco para el cobro de la hipoteca y renovación de la póliza de seguro del automóvil.
Ah, y casi olvido el cambio de plan del seguro de gastos médicos mayores, aunque a estas alturas preferiría morirme donde y cuando me agarre la desolación posmoderna que debería ser considerada como el mayor de nuestros males y un siniestro generador de los gastos médicos más onerosos, o más culeros, para decirlo con carácter.
Pues yo, sufriente y desvergonzada, me atrevo a señalar a España como la génesis de esto – con perdón de mis amigos españoles que son muchos y muy queridos-. Porque las cosas de palacio, van despacio; cuentan que reza un dicho de aquellas tierras. Vaya herencia que vinieron a dejarnos. Y que conste que no me estoy poniendo patriótica porque tengo muy claro que la idea de la patria no es más que una entelequia y porque he escrito otros textos de amor y admiración a ese país. Pero qué chinga nos pusieron, compadres. Es decir: qué coñazo, tíos.
Jodidos pero diplomáticos, o peor: jodidos pero palaciegos. Así semos y no se ofendan, gente, que resulta pasmosa nuestra personalidad esquizofrénica. Aguerridos como gladiadores para luchar a brazo partido contra la humanidad del prójimo en el metro pero sumisos hasta la desesperación para exigir un buen servicio en la fila del banco, del súper, de la aerolínea o de la ineficiente oficina de atención de la empresa que se les ocurra, hay montones.
Mi día más miserable fue aquel que tuve que presentarme en el centro de atención a clientes Telcel, ¿adivinan cuál fue la natural respuesta de quien me atendió?: “es que lamentablemente aquí no podemos ayudarle, tendría que acudir al departamento de cuentas corporativas que está en Guadalajara”.
No mamen, estamos en el digitalizado año 2013 y tengo que trasladarme fuera de la ciudad, a una distancia de seis horas o cinco mil pesos de boleto de avión para hacer un pinche trámite.
Luego de suplicar clemencia, dar razonables explicaciones, vociferar y sentir cómo mi presión sanguínea aumentaba, mis niveles de glucosa disminuían, mi vejiga se llenaba y las ganas de orinar se volvían insoportables; logré que decidieran “intentarlo”. Habían pasado casi cinco horas, cuando finalmente me concedieron el indulto y me dijeron que el cambio estaba hecho. Aleluya. Salí famélica, desesperada por encontrar un baño y con los pies destrozados luego de estar parada todo ese tiempo, porque no vayan a pensar que había donde sentarse, no.
Esa misma tarde tuve que llenar mi primera factura electrónica, y, aunque ustedes no lo crean, no soy tan tonta, me entiendo bien con los procesos en línea; pero aquello fue también una tortura que duró tres horas.
Tuve que llamar para pedir asistencia telefónica y –arrodillada, porque tengo una lesión lumbar que me impide estar sentada mucho tiempo- expliqué paso a paso lo que había hecho e incluso les hablé de un error de código que detecté en su página. Nunca debí hacerlo: a partir de ese momento el asesor técnico me asumió como el enemigo y se empeñó en demostrar mi torpeza.
Hasta que por fin, en el colmo de la ignominia, y esta vez con el ego destrozado, concreté el infernal trámite electrónico.
Pero por si el destino, ese cabrón, no se había reído de mí lo suficiente, recién recibí en el teléfono un mensaje de texto que dice que no procedió mi cambio de línea. Y, juro que no lo invento, la factura electrónica tendré que cancelarla y hacerla nuevamente pues la H. Empresa que tenía que pagarme, cambió de razón social.
Y ahora comprendo que yo también debería cambiarme el nombre a uno más ad hoc con las tragedias por venir: tal vez Hécuba, Andrómaca o Medea. O quizá lo mejor sería pasar de Alma Delia a Alma Duele.
Y lamento ser ave de mal agüero, amados conciudadanos, pero mucho me temo que caminaremos de la burocracia de papel a la burocracia digital o a la burocracia cuántica llegado el momento. Lo que sí les aseguro es que aquello de fácil y rápido no será una realidad nunca.
Porque en este país valen más unos papeles sin dueño, que un dueño sin papeles.
Y ya no les voy a preguntar por qué bebo sino que los voy a invitar a que me inviten a beber a través de un memorándum oficial o una nota diplomática, como prefieran.
Suya, atentísima servidora, libre de gravámenes, con el historial crediticio limpio, sin antecedentes penales y, poseedora de una invaluable firma electrónica, quedo de ustedes.
@AlmaDeliaMC
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