Jorge Javier Romero Vadillo
06/12/2013 - 12:01 am
Una reforma racional, aunque no razonable
Es difícil de creer, pero la abigarrada y aparentemente caprichosa reforma política que está en trámite en la Cámara de Diputados, después de haber sido aprobada en el Senado, ha sido producto de un diseño perfectamente racional. No racional en el sentido coloquial del término, que lo identifica con inteligencia, sino en el sentido teórico […]
Es difícil de creer, pero la abigarrada y aparentemente caprichosa reforma política que está en trámite en la Cámara de Diputados, después de haber sido aprobada en el Senado, ha sido producto de un diseño perfectamente racional. No racional en el sentido coloquial del término, que lo identifica con inteligencia, sino en el sentido teórico de decisiones que se toman de manera coherente respecto a preferencias y creencias claramente establecidas para satisfacer intereses particulares. Por supuesto que cuando se intenta dilucidar externamente la coherencia de lo que parece a simple vista un colage de recortes tomados de aquí y de allá, el engendro parece contrahecho. Sin embargo mal haríamos en desdeñar la racionalidad procedimental de los legisladores de los tres partidos que han dominado la política mexicana durante ya más de dos décadas.
Lo que acaba de ocurrir es un pacto de consolidación entre las elites que han ejercido el poder durante el largo y escabroso proceso de construcción de lo que hemos dado en llamar democracia mexicana. El diseño institucional que se está abriendo paso está precisamente pensado para favorecer a las fuerzas pactantes, en detrimento de cualquier competidor que pudiere emerger y también para fortalecer a las cúpulas nacionales de los partidos, contra la autonomía de sus propias bases locales. Los tres partidos mayores, y sus compañeros de viaje menores, han acordado nuevas reglas para mejorar la coordinación del oligopolio político que ha sustituido al viejo monopolio del PRI.
En los arreglos políticos existen distintos niveles de coalición: la más amplia y laxa suele ser la que pacta los términos constitucionales. En México el acuerdo general sobre las reglas de cooperación y competencia política se estableció entre el PRI, el PAN y el PRD en 1996 y con sus tira y afloja se ha mantenido hasta ahora, cuando las mismas tres fuerzas han decidido consolidar el pacto y establecer nuevas reglas para sacar ventajas distributivas y protegerse aún más de cualquier posible competencia emergente.
La tendencia establecida desde 1996 ha sido la de restringir la competencia a los tres partidos mayores. Cuando se pactaron las reglas de las que emergió la plena autonomía del Instituto Federal Electoral y la aceptación plena de los votos como mecanismo para dirimir las disputas por el poder, lo primero que pactaron los tres grandes partidos fue eliminar el mecanismo que había abierto la competencia a nuevas fuerzas a través del llamado registro condicionado. Entonces los pactantes decidieron recuperar la trayectoria institucional establecida por la ley electoral de 1946, cuando se fundó el sistema proteccionista que restringió la posibilidad de creación de partidos que pudieran convertirse en auténticos competidores del PRI.
Fue entonces cuando se diseñó el sistema de registro de partidos políticos basado en asambleas avaladas por notarios o jueces de paz y cuando se estableció la prohibición de competir a los partidos con menos de dos años de registro. Lo primero, con el objetivo de impedir que se registrara algún partido que no contara con el visto bueno del régimen, mientras que la segunda medida se diseñó para evitar las escisiones del PRI al calor de las candidaturas presidenciales. Con esas reglas el PRI logró mantener su monopolio durante cinco décadas. En las reglas de competencia que se han desarrollado desde la reforma de 1996 se puede observar la dependencia de esa trayectoria institucional: en cada nueva ronda reformadora se ha dificultado un poco más el registro de nuevos partidos. La última ha sido elevar el umbral de votación para acceder a la representación hasta el 3%. Los partidos pactantes no quieren más competencia. De hecho, se quieren deshacer de algunos de los pequeños que hasta ahora han sobrevivido a su zaga.
Pero no sólo de la competencia emergente se han querido proteger los partidos. También pretenden disminuir la autonomía de sus propias franquicias locales. Sin importarles demasiado las dificultades operativas y con descuidos que ya han señalado varios analistas que conocen a fondo las difíciles concreciones de la operación electoral —José Woldenberg, por ejemplo, ha desmenuzado los principales problemas que se pueden derivar del nuevo diseño— los partidos pactantes decidieron destruir al IFE y sustituirlo por un nuevo Instituto Nacional Electoral. Con ello le quitaron a sus propias organizaciones locales injerencia en el proceso de integración de las autoridades electorales de los estados y aumentaron el peso de las cúpulas partidistas nacionales en los procesos electorales de todo el país.
La reforma más trascendente entre las que están en proceso, sobre todo porque modifica una regla nodal del antiguo régimen, es la posibilidad de reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos. De haberse aprobado simplemente el derecho a la reelección, hubiera aumentado la autonomía de los políticos respecto a las direcciones de sus partidos. La no reelección inmediata fue diseñada precisamente para garantizar la disciplina de los diputados, senadores o alcaldes al partido y al gobernador o al presidente de la República. De ahí que eliminar la restricción a la reelección hubiera generado incentivos para que los políticos se preocuparan por el contacto con sus electores y por mantener aparatos electorales propios. Todo ello hubiera jugado no, como se ha dicho, contra la disciplina partidista, sino contra el control vertical de las direcciones nacionales sobre los cargos electos.
Para evitar ese inconveniente, que pudiera haber contribuido a que los partidos se convirtieran en espacios con mayor deliberación democrática, los pactantes decidieron aprobar la posibilidad de reelección inmediata, siempre y cuando ésta sea controlada por las direcciones nacionales. Así, sólo podrán buscar la reelección aquellos que se mantengan leales y disciplinados, sin chistar, pues sólo se podrá ser reelecto por el mismo partido en el que se consiga la primera elección; los independientes que logren milagrosamente abrirse paso en el estrecho sistema proteccionista, independientes se tendrán que mantener. Nada que reduzca el control de las cúpulas. Al contrario: las ventajas que pudo haber tenido el final del tabú antirreeleccionista serán revertidas por la consolidación de grupos parlamentarios coincidentes con las cúpulas burocráticas de los partidos.
La reforma en curso no va a ser eficiente en sus resultados sociales; sin embargo va a ser muy provechosa en sus consecuencias distributivas para los partidos que la han acordado. Los pactantes han optado por promover sus estrechos intereses particulares a costa de la eficiencia general de la democracia mexicana. Racionalidad egoísta pura y dura.
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