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Alma Delia Murillo

30/11/2013 - 12:01 am

Violencia de especie, no de género

“Ese hombre que tú ves ahí es un gran necio, un estúpido engreído, un payaso vanidoso, falso, enano, rencoroso que no tiene corazón”. “Te quedó grande la yegua”. “Rata de dos patas, te estoy hablando a ti”. Los conocedores sabrán que estoy citando joyas musicales del género balada infrahumana contra ellos.

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

“Ese hombre que tú ves ahí es un gran necio, un estúpido engreído, un payaso vanidoso, falso, enano, rencoroso que no tiene corazón”.

“Te quedó grande la yegua”.

“Rata de dos patas, te estoy hablando a ti”.

Los conocedores sabrán que estoy citando joyas musicales del género balada infrahumana contra ellos.

Para hacer contrapeso y contra ellas, podemos citar “mátala, mátala, mátala, no tiene corazón: mala mujer” o “dele con el garrote”. A los que crecieron escuchando a Schubert o a Telemann, y no tienen idea de lo que hablo; les ruego que perdonen la vulgaridad de mis referentes. El hecho es que en el imaginario colectivo de mujeres y hombres mexicanos están las letras de estas canciones.

El hecho es que no podemos negar que la violencia está presente de muchas maneras en nuestras vidas, desde luego también en las relaciones de pareja.

Antes de seguir, y como me ocurre siempre por bocazas, me veo en la necesidad de aclarar algunos puntos: entiendo perfectamente que el doloroso fenómeno del feminicidio no es comparable a las manifestaciones que las mujeres podemos hacer de nuestra violencia. Respeto y aplaudo el incansable trabajo que hoy se hace para señalar, visibilizar y atender esta realidad trágica. Y desde luego sé que aún queda mucho por hacer, que no hay mañana que no despertemos con la noticia de otra mujer asesinada. Y me llena de rabia y tristeza igual que a ustedes.

Pero tengo un punto, un puntito nomás, que me gustaría incorporar a la lectura de este tema.

¿Qué pasaría si desde niños y niñas nos dijeran que todos, hombres y mujeres, podemos ser violentos?¿Qué cambiaría si nos empeñáramos en comprender la agresividad como una característica intrínseca pero manejable de la condición humana?

Si el entorno fuera sólo femenino, ¿se acabaría la violencia? Tenderíamos a pensar que sí, si concebimos la agresión como un rasgo exclusivo de la testosterona.

Imaginemos un mundo habitado sólo por mujeres. O vamos a conformarnos con una escuela: un colegio sólo de mujeres. Eso sí existe y es una experiencia que viví cursando la primaria y la secundaria en un internado para niñas.

Y, créanme, había manifestaciones agresivas como en las grandes ligas: abusos, torturas con quemaduras de cigarros, golpes. Cómo olvidar a esa chica llamada K que mandó al hospital con fracturas a un par de desafortunadas.

Más inolvidable aún me resulta M, a quien le gustaba el tormento psicológico y cuya inclinación por mí, me convirtió en objeto favorito de sus chingaderas.

Desde pequeña tengo alma de vedette; así que me daba por participar en todos los concursos de baile, canto, teatro y declamación: el deleite de M era aparecerse junto a mí justo antes de salir a escena y decirme al oído horrores irrepetibles, infundirme miedo, inducirme al pánico.

No había hombres, pero no hacían falta para que la violencia se hiciera presente y provocara consecuencias serias.

Y en la casa el ambiente también era difícil: crecí esquivando palos, piedras, cintarazos, golpes a mano limpia y quemaduras. A veces de mi madre y a veces de mi abuela.

Si les cuento esto es para que no vayan a suponer que escribo desde un lecho de rosas con una historia de familia feliz como punto de partida. O desde la comodidad de una postura intelectual sustentada en conceptos y estadísticas: no es el caso.

Hace algunos años trabajé en el desarrollo de un modelo de atención a mujeres en situación de violencia para la Secretaría de Salud. Hice trabajo de campo en varios estados del país y tuve el horror delante de mis ojos. Pero no seguí por ese camino porque algo entendí: mientras sigamos reforzando la posición radical de que el enemigo es el hombre o la mujer -un género confrontado frente al otro- y no comprendamos que el enemigo primigenio está dentro del sí mismo, la cosa no tendrá remedio.

Sé que lo que estoy diciendo puede parecer una barbaridad, pero al inquilino oscuro hay que sacarlo a la luz y sentarlo junto a nosotros. Y la semilla de la violencia viene plantada en el código humano.

Todos somos agresivos: me aventuro a decir que si las mujeres escucháramos ese mensaje desde niñas, nos pararíamos de otra manera delante de los hombres. Entenderíamos que concebir la violencia como fenómeno exclusivo del género masculino es redundar en la falocracia.

Seguir en el discurso de la mujer víctima que se relaciona con esa bestia peluda monopolizadora de la violencia llamada hombre, sólo refuerza la fórmula de la ecuación irresoluble. Y necesitamos empezar a despejar las variables asumiendo la realidad desde la frágil y complejísima experiencia de ser humanos que vamos tratando de decantar nuestra animalidad para estar en el mundo y convivir con los otros causando el menor desastre posible.

De otra manera se ve difícil conseguir resultados diferentes y más difícil aún aminorar el resentimiento de género, la amargura que alimenta esas áridas relaciones de pareja donde el vínculo se sustenta en el reclamo.

Porque el amor y la violencia son las pasiones de todos, aceptarlo tal vez sumaría un poquito a la tan anhelada equidad de género.

@AlmaDeliaMC

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