Jorge Javier Romero Vadillo
29/11/2013 - 12:02 am
La reelección mocha
Entre los muchos despropósitos que están en discusión para otra reforma política —una más—, está la de establecer la posibilidad de reelección consecutiva para legisladores pero sólo por una ocasión. Si se llega a aprobar lo avanzado en comisiones, los diputados podrán estar en el cargo hasta seis años y los senadores hasta doce.Se trata […]
Entre los muchos despropósitos que están en discusión para otra reforma política —una más—, está la de establecer la posibilidad de reelección consecutiva para legisladores pero sólo por una ocasión. Si se llega a aprobar lo avanzado en comisiones, los diputados podrán estar en el cargo hasta seis años y los senadores hasta doce.Se trata de una pésima salida para uno de los temas más polémicos a discusión, tabú del arreglo político mexicano de la época clásica del PRI que se institucionalizó y echó raíces en el mapa mental de la sociedad mexicana, al grado de que muchos mexicanos identifican erróneamente a la no reelección inmediata de legisladores o alcaldes con una de las conquistas antidictatoriales de la revolución, objetivo enarbolado por Madero y por el que luchó una generación entera.
La imposibilidad de reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos no apareció, sin embargo, hasta 1933 y tuvo objetivos claros: acabar con la carrera autónoma de los políticos, eliminar las maquinarias políticas locales y forzar la disciplina en torno al recién nacido Parido Nacional Revolucionario. A partir de entonces, los políticos dejaron de tener incentivos para mantener una base local propia y un contacto permanente con sus votantes, al tiempo que pasaron a depender de la maquinaria nacional del partido que ya se perfilaba como prácticamente único. A pesar de las creencias generalizadas, imposibilitar la reelección continua no fue un desarrollo democratizador, sino todo lo contrario: alejó a los legisladores de los electores y debilitó la rendición de cuentas de los alcaldes y los ayuntamientos.
La no reelección legislativa estableció un juego de las sillas musicales en las cámaras federales y los congresos locales en el que cada tres años todos se tenían que echar a correr para conseguir un cargo en la siguiente ronda. La estrategia más adecuada para permanecer en el juego en alguna posición era mostrar una férrea disciplina respecto al partido y, después de que Cárdenas concentró todo el poder en la presidencia, respecto al señor del gran poder sexenal.
En condiciones democráticas, la no reelección reproduce los incentivos perversos del régimen de la época clásica del PRI, sólo que ahora juega a favor del poder de las direcciones políticas de los partidos, pues son esas cúpulas las que establecen los premios y los castigos a los leales y a los díscolos. No sólo es una cuestión ideológica lo que ha frenado la eliminación de una institución clave del antiguo régimen; ha sido un cálculo estratégico —en el PRI sobre todo, pero también en el PRD— el que ha llevado a mantener hasta ahora la imposibilidad de reelección. El temor fundamental de las dirigencias partidistas es que, en un arreglo donde la mayoría de diputados es electa por el principio de mayoría relativa, los políticos con arraigo electoral se fortalezcan y adquieran mayor autonomía, en detrimento de la disciplina partidista. Sin duda, la posibilidad de reelección cambiaría el sistema de incentivos de los partidos, pero no necesariamente desmantelaría la disciplina, la cual puede depender de otros alicientes. Lo que sí seguramente provocaría la posibilidad de reelección es que las cúpulas burocráticas actuales se debilitarían y los políticos más exitosos electoralmente tendrían que ser tomados en cuenta en la formación de las direcciones partidistas.
Otra cosa es la resistencia popular a la idea de reelección inmediata. En la imaginación compartida, se identifica reelección con perpetuación, pues se vincula la idea con las tres décadas de la presidencia de Porfirio Díaz. La memoria colectiva no toma en cuenta que el problema fundamental no era la posibilidad de reelegir, sino la inexistencia de elecciones reales, libres y competitivas. En las condiciones actuales de desarrollo del sistema electoral la perpetuación artificial en el cargo de un legislador o un gobernante, sin el apoyo real de los electores, es prácticamente imposible, mientras que el sistema vigente hace que cada tres años se tire a la basura el aprendizaje y la experiencia de cientos de políticos. En el caso de los ayuntamientos, el corto horizonte temporal de su encargo hace que se comporten como bandidos depredadores que usan el primer año para ver de qué se trata el puesto, el segundo para hacer acuerdos beneficiosos y el tercero para recoger sus ganancias. Incluso si las elecciones no fueran libres, sería mejor la existencia de bandidos estacionarios con horizonte de largo plazo, como los del modelo de Mancur Olson, que lo que hoy tenemos.
Por eso, uno de los pocos temas realmente importantes de la reciente discusión sobre la reforma política es la de la posibilidad de reelección inmediata de legisladores y alcaldes. Entre el montón de paparruchas presentadas por unos y otros, —INE, candidaturas ciudadanas, anulación por rebasar topes de campaña y demás— la única reforma sustancial sería aprobar la posibilidad de reelección.
Sin embargo, también en este tema los partidos han mostrado una vez más su incapacidad y estulticia. Resulta que de aprobarse, la reelección podría ser sólo por un período. Si eso es lo que queda, habremos visto un nuevo parto de los montes, del que saldrá una criatura débil y contrahecha. La virtud de la posibilidad de reelección sin límite conocido es que crea un juego con rondas consecutivas, sin final conocido de antemano. Si un legislador o alcalde sabe que sólo se puede reelegir una vez, usará el primer período para congraciarse con aquellos que lo puedan ayudar a reelegirse, mientras el segundo será de depredación o desidia. Lo mismo de hoy, pero multiplicado por dos.
En lugar de conseguir los beneficios de un arreglo donde la carrera de los políticos dependa realmente de su conexión con los electores, lo que tendremos es lo mismo de ahora, pero multiplicado por dos en el tiempo. Además, los legisladores actuales muestran su mal gusto y falta de tacto político, cuando pretenden que la reforma los beneficie a ellos y se aplique para las elecciones de 2015, cuando la etiqueta política haría razonable que fuera un cambio aplicable después de un período —en 2018 para diputados y en 2024 para senadores—, pero pedir buen gusto y mesura a los políticos mexicanos, es ya pedir demasiado.
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