Jorge Zepeda Patterson
27/11/2013 - 12:02 am
Las casitas del barrio alto
Dicen que el nacionalismo es una enfermedad que sólo se quita viajando. Gran verdad. Uno está convencido de las singularidades de la “raza de bronce” y las idiosincrasias del México profundo, hasta que conoce a los argentinos de a pie, los colombianos que compran en el mercado o a los brasileños en una playa popular. […]
Dicen que el nacionalismo es una enfermedad que sólo se quita viajando. Gran verdad. Uno está convencido de las singularidades de la “raza de bronce” y las idiosincrasias del México profundo, hasta que conoce a los argentinos de a pie, los colombianos que compran en el mercado o a los brasileños en una playa popular. En un estadio de fútbol los regiomontanos se parecen más a los bilbaínos o los irlandeses –ambos apoyan a su equipo sin importar el resultado- que a los tapatíos que abuchean a Las Chivas en el Omnilife. Viajar con oídos dispuestos y mirada inédita, permite constatar que detrás de un acento o una peculiaridad, predomina la condición humana.
Para verla, desde luego, hay que quitarse los filtros del cerebro y los clichés de la pupila. Viajar como lo hacen tantos norteamericanos en una burbuja que los lleva de Marriot en Marriot y de McDonald´s en McDonald´s no es viajar; tampoco lo es eso que hacen los japoneses para quienes el mundo no es más que una sucesión de postales a capturar desde un tour de autobús. Viajar así no hace sino confirmar las imágenes preconcebidas de los que es México o Tombuctú. Albert Einstein, lo dijo de manera categórica: “Es más fácil desintegrar el átomo que superar un prejuicio”
La frase me vino a la mente estos días viajando por Sudamérica para la presentación de mi novela Los Corruptores. Conversar con libreros y pasar los días con periodistas argentinos, colombianos o peruanos, permite entender que su vida está hecha de la misma sustancia que la nuestra. El cliché del argentino engreído y narciso no resiste dos días de roce con el bonaerense de las calles. Prejuzgar que el peruano sólo puede ser culto y aristócrata o indígena serrano y Cuasimodo, es tan falso como pensar que el mexicano es una versión de Speedy González.
Hace unos días escribí un artículo sobre los usos y abusos de los prejuicios a propósito de la indignación que provocó la discriminación de un funcionario de Aeroméxico, en contra de pasajeros por su condición humilde y su apariencia indígena (no subieron al vuelo para el que traían boletos). Y es que el prejuicio no sólo impide ver, es mucho peor que eso; nos lleva a ver de manera equivocada y, en ese medida, propicia la reproducción incesante de desigualdades y discriminaciones.
En el artículo del domingo pasado (http://bit.ly/17Sh3LA) señalé que el cadenero que opera en la entrada de los antros de moda, recibe una consigna que bien podría resumirse de la siguiente manera: “No dejes entrar a nadie que se parezca a ti” (no con esas palabras, pero en la práctica con ese significado). Es decir, nadie que sea moreno, de cara redonda y chata y parezca pobre.
Ese güerito de cara afilada que deja pasar el cadenero, que vive en Polanco o un barrio similar y asiste a reuniones donde todos se parecen a él, es como el japonés o el norteamericano que viaja por el mundo sin salir de su país. Vive encerrado en su república de unos cuantos, prisionero de sus clichés. Para él y los suyos. los morenos suelen ser ignorantes o maleantes en potencia, según sea el caso. Aunque la mayoría de las veces simplemente son considerados un detalle desagradable, salvo que se trate de la servidumbre. E incluso cuando es esto último, “la muchacha” debe viajar en el asiento de atrás del automóvil, no vayan los vecinos a creer que es amiga de la señora; o si la llevan de Nana a las vacaciones, la disfrazan para dejar en claro que no tiene nada que ver con la familia.
Se me dirá que lo que acabo de describir es, a su vez, un cliché sobre los prejuicios de las clases altas. Ojalá lo fuera. Sin duda hay innumerables excepciones, pero este patrón de comportamiento es dolorosamente reiterable en toda excursión a las casitas del barrio alto, como decía Víctor Jara.
Romper prejuicios supone salir de ese país de espejos en el que nos hemos encerrado. Prejuicios de clase, de raza o nacionalidad empobrecen vidas y provocan injusticias y sufrimientos que nacen de la incomprensión mutua. Pero, sobre todo, empobrece nuestras vidas; lo dijo bien El Principito: “sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”.
@jorgezepedap
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