Alma Delia Murillo
23/11/2013 - 12:02 am
Padre Cronos, madre Hambre
Queridos papá y mamá: Mis más de siete mil millones de hermanos y yo, estamos más perdidos que nunca. Vengo a contarles de las estupideces disfrazadas de magnanimidad de espíritu, que estamos cometiendo para ver si ustedes nos castigan o de plano, dejan salir su instinto filicidio y acaban con nosotros. Solía escribirle a mi […]
Queridos papá y mamá:
Mis más de siete mil millones de hermanos y yo, estamos más perdidos que nunca.
Vengo a contarles de las estupideces disfrazadas de magnanimidad de espíritu, que estamos cometiendo para ver si ustedes nos castigan o de plano, dejan salir su instinto filicidio y acaban con nosotros. Solía escribirle a mi amado Findelmundo esperando que me concediera ese deseo, pero ahora sé que no existe, sé que todo: los Reyes Magos y Santa Claus, el Ratón de los Dientes, Cupido y el Amigo Imaginario; son ustedes. Tiempo y hambre, nada más.
Ocurre que un día aprendimos que el tiempo es relativo y hasta tenemos una fórmula para explicarlo, pero la verdad es que no hemos comprendido nada. No hemos comprendido que el tiempo es Dios, que el tiempo es la vida dentro de la vida y por eso es -de un modo sistemático- la muerte. No sabemos que es ante el segundero del reloj que deberíamos arrodillarnos. No alcanzamos a comprender, que la única manera de estar vivos es muriendo todos los días, desapareciendo segundo a segundo, desangrándonos en adioses.
Y nos gusta hablar del tiempo patrocinado por tal o cuál marca de relojes, o de los efectos del tiempo retrasados usando tal o cuál producto, del tiempo de calidad que se comparte con los hijos para paliar culpas con discursos sustentados en nuestra idiocia emocional, hablamos de aprovechar el tiempo para convertir un minuto en cuatro, haciendo muchas cosas a la vez, trastocamos los ciclos con espectáculos penosos de personas rotas, pretendiendo que tener 40 años es como tener 20. Atentamos contra el tiempo, atentamos contra Dios. Pero, ¿qué podía esperarse de nosotros? si somos la humanidad y crucificar dioses es parte de nuestro carácter.
No hablamos del tiempo como deberíamos. Tiempo neuronas. Tiempo pulmones. Tiempo pasos, palabras, líneas de las manos. Tiempo dolor. Tiempo tus ojos. El milagro del tiempo soles y el tiempo lunas. El tiempo sobrenatural del te amo.
Encadenados sin remedio a la idea de que somos importantes y que la posteridad será definida por nosotros, nos hemos olvidado de que no somos más que un amasijo de carne y huesos finito, recortado contra la numeración de días, que tarde o temprano sumará una unidad que será la última. Días contados, eso somos y no más.
Pero adoradores de nosotros mismos, locos de amor por el yo, sustentamos la vida entera en una fantasía a la que nos entregamos como niños, delante de los fuegos artificiales: la creencia de que nosotros administramos el tiempo y no al revés.
Por eso te ruego, Padre Cronos, que nos abandones todos los días, sistemáticamente y hasta siempre. Así sea.
Hambre mía y nuestra, génesis de todo.
Hace rato que no estoy en alguna mesa donde mis hermanitos no terminen regañando unos a otros por lo que comen o por lo que no comen. Se ha vuelto una tortura cotidiana.
Es que no distinguimos un ápice entre el hambre biológica, el hambre hedonista y el hambre neurótica. No sé si alguna vez en la historia, tuvimos la entraña tan vacía y tan llena al mismo tiempo. Creo que nunca nuestra relación con los alimentos fue tan sintomática como ahora.
Tenemos una organización mundial para la salud y otra para la alimentación, encomiables esfuerzos pero lo digo de nuevo: comprendemos muy poco.
Las cosas están así y juro que no miento: uno de cada ocho habitantes del planeta tiene hambre crónica. Estamos en riesgo mundial de seguridad alimentaria. (Las estadísticas cuentan 840 millones de personas con hambre en el mundo).
Y, al mismo tiempo, uno de cada siete adultos es obeso; padecemos una epidemia mundial de obesidad. (Las estadísticas cuentan mil millones de adultos con obesidad y 42 millones de niños menores de ¡cinco años! en la misma situación).
Hambre y obesidad crónicas: la serpiente se ha mordido la cola. La especie sin depredador, ha comenzado a devorarse a sí misma.
No puedo pensar sino en el sueño bíblico del Faraón, donde las siete vacas flacas y enfermas, se comieron a las siete vacas gordas y rebosantes de salud, pero la enfermedad y la escasez permanecieron.
¿Las razones?
Políticas comerciales: los precios no sólo de alimentos, sino de todas las industrias que explotan y merman los recursos naturales que deberían convertirse en comida y no en combustible para autos. Nuestros hábitos de consumo: no sólo de alimentos con sus porciones insultantes y desperdicios obscenos, también la manera en que consumimos automóviles y tecnología –esa que nos mantiene sedentarios y culiatornillados a la silla-. Vamos poco a poco renunciando a aquello para lo que fuimos diseñados, transgredimos día a día aquello para lo que millones de años de evolución nos dejaron listos: sobrevivir con los propios medios. Y nos hacemos vulnerables en el centro exacto de nuestra debilidad: el hambre, la alimentación, el cuerpo.
Las discusiones en las mesas son una Torre de Babel imposible: entre autótrofos, heterótrofos, parásitos, omnívoros, carnívoros, crudiveganos, ovolácteovegeterianos, ortoréxicos, vigoréxicos, anoréxicos, los de la dieta del paleolítico, los que padecen potomanía y beben seis litros de agua diarios, los que se entregan a la drunkorexia, los seducidos por la chatarrorexia y, mi broma favorita, nosotros los semenlácteovegetarianos, y los que respetamos los derechos del kiwi y por eso no lo comemos. Sí, somos hilarantes, yo no puedo tomarlo en serio. Creo que si asumimos una postura política frente a la comida, es porque hace mucho que no sabemos del hambre auténtica, del hambre biológica y animal, esa para la que no se tienen que leer etiquetas, porque se trata de sobrevivir. Se nos olvidó que comer es un reflejo natural, como respirar, porque ya no conocemos el hambre verdadera.
Que uno deja de comer porque está muy lleno o muy vacío, dijo Simon Bross. Una verdad brutal.
Que los derechos de los animales, gritan miles en el mundo. Estoy segura de que si tuviéramos claro que los seres humanos somos, primero y más que nada, animales, seríamos mucho más respetuosos de los derechos de nuestros inteligentísimos congéneres y haríamos mejor uso del planeta Tierra. Pero nuestra soberbia es totémica.
Tal vez habría que volver a comer cardos y chupar piedras, volver a masticar el hambre. Habría que entregarnos sin resistencias y casi lascivos, a la oxidación celular, rendirnos con placer al paso del tiempo.
Tal vez los votos de amor deberían firmarse en pasado, a camino andado, por las células compartidas, por el tejido desgastado juntos. En futuro ¿para qué?
Ojalá que algún día seamos capaces de decir: soy hambre, en lugar de tengo hambre.
Pero sé bien, queridos mamá y papá, que si tal cosa ocurriese, ya no estaré aquí para verlo.
@AlmaDeliaMC
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