Jorge Javier Romero Vadillo
25/10/2013 - 12:00 am
Impuestos y gasto
La batalla por los impuestos se está dando ahora en el Senado, con posiciones ya claramente definidas después de la aprobación de las reformas fiscales en la Cámara de los diputados. El PAN decidió definirse claramente como un partido defensor de los intereses de los más ricos, aunque con retintín demagógico insiste que su causa […]
La batalla por los impuestos se está dando ahora en el Senado, con posiciones ya claramente definidas después de la aprobación de las reformas fiscales en la Cámara de los diputados. El PAN decidió definirse claramente como un partido defensor de los intereses de los más ricos, aunque con retintín demagógico insiste que su causa es la de “las clases medias”. El gobierno, en cambio, representado por el PRI en la negociación, ha optado por sacar adelante una limitada reforma progresiva con el apoyo de la parte más grande del PRD, mientras el resto de la supuesta izquierda da palos de ciego que la llevan a contradicciones ridículas, cuando no a galimatías cantinflescos, como los de Marcelo Ebrard, con tal de no concederle puntos a quienes consideran sus acérrimos adversarios de los que nada bueno se puede esperar.
Que el PAN pregone su defensa de los privilegiados —a pesar de sus veleidades socialcristianas que lo supondrían comprometido con la búsqueda de la equidad— se entiende, pues necesita construir algún discurso diferenciador que le permita generar un poco atracción entre el electorado que lo ha abandonado por su ineficacia gubernativa y su incapacidad para presentarse como una alternativa real frente al patrimonialismo y la corrupción tradicionales de la política mexicana. Pero la actitud contradictoria de grupos autoproclamados de izquierda respecto a cambios en la estructura recaudatoria que, si bien son tímidos y están lejos de resolver la inanidad fiscal del Estado mexicano, aumentan la progresividad y eliminan privilegios inicuos al gran capital, lo que muestra es su enorme debilidad ideológica y de proyecto y su proverbial incapacidad de enfrentar la política democrática como lo que es: una arena para hacer avanzar posiciones, tanto desde el gobierno como desde la oposición.
Los sinsentidos de Marcelo Ebrard parecen tener como motivo su necesidad de diferenciarse del grupo mayoritario del PRD —los conspicuos “Chuchos”—, en el momento en que debe hacer volar su candidatura a dirigir ese partido. Sin embargo, sus posiciones carentes de un sustento programático sólido, fincadas en la búsqueda de apoyos a partir de la mera aversión a los impuestos imperante en la sociedad mexicana, en lugar de ayudarlo a construir una alternativa coherente respecto a los en extremo pancistas “Chuchos” y su personero en la contienda, Carlos Navarrete, lo alejan de quienes buscan un liderazgo que permita construir una opción de izquierda con sólidos fundamentos teóricos y con viabilidad como alternativa de gobierno.
López Obrador ha sido reiterado enemigo de los impuestos. Cree firmemente que el Estado tiene suficientes recursos pero que los gasta mal. Como gobernante de la ciudad de México se empeñó en la austeridad y el ahorro, al menos declarativamente, aunque en la práctica poco hizo para que el gasto se hiciera de manera más eficiente o para acabar con el patrimonialismo que tradicionalmente ha permitido la apropiación privada de los recursos públicos. Si bien bajó los sueldos de los altos funcionarios, la administración pública de la ciudad siguió siendo, como hasta ahora, un mecanismo de distribución de rentas estatales entre clientelas políticas. Sus pregones contra el despilfarro fueron más declarativos que efectivos, a pesar de su austero aunque contaminante Tsuru.
La prédica anti fiscal de López Obrador y sus consignas contra el mal gasto se emparientan con los reclamos de los grupos empresariales que ponen el acento en las deformidades ancestrales del ejercicio presupuestal mexicano, tradicionalmente considerado como botín de quienes se hacen con el poder del Estado. Si bien desde la derecha esa idea ha servido de justificación para exigir el adelgazamiento estatal, reducir su campo de acción y dejarle espacio a una supuestamente virtuosa y eficiente iniciativa privada, no puede dejarse de lado que la posibilidad misma de ampliar la base de legitimidad del cobro de impuestos en México pasa por el fortalecimiento de los mecanismos de rendición de cuentas, de manera que los ciudadanos tengan certeza de que lo que pagan se utiliza para aumentar el bienestar general, mejorar los servicios y reducir la desigualdad con eficacia.
¿Cómo se puede justificar mayor gasto en temas tan sensibles como la educación y la salud cuando los estudios muestran que los recursos hoy destinados a esas áreas de política son atrapados por grupos privados y son fuente de corrupción ingente? Es un hecho que el gasto público mexicano es muy reducido y que no alcanza para que el Estado pueda hacer frente a los retos de la desigualdad ni para que se convierta en un activo promotor del crecimiento; pero también es cierto que lo que hoy gasta lo gasta mal y en beneficio de intereses particulares, más que a favor del bienestar colectivo.
Si bien es un despropósito proclamar desde la supuesta izquierda una reiterada fobia anti fiscal, no puede dejarse de lado que si el Estado mexicano quiere gastar más, como debería, también es indispensable que enfrente de lleno y de manera creíble el combate a la ineficiencia gubernamental con una estrategia global que haga de la rendición de cuentas una parte consubstancial del ejercicio del poder. No se trata de crear más mecanismos burocráticos de auditoría que en lugar de garantizar la eficiencia compliquen más la maraña reglamentaria de la administración, sino de generar buenas prácticas de gobierno en todos los ámbitos —locales y centrales— más simples y transparentes, al tiempo que se fortalece la capacidad de los ciudadanos para premiar o sancionar la gestión de los políticos con mecanismos tan comunes en el mundo como la posibilidad de reelección.
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