Alma Delia Murillo
28/09/2013 - 12:00 am
Dios entre los dioses
En esto soy irreductible: no les perdono, por ningún motivo, que no les guste el café. O para decirlo de otra manera y sin mal parafrasear a Oliverio Girondo: no he podido jamás enamorarme de un hombre al que no le guste el café. Ni mi hipotálamo ni mis hormonas están configuradas para interesarse en […]
En esto soy irreductible: no les perdono, por ningún motivo, que no les guste el café.
O para decirlo de otra manera y sin mal parafrasear a Oliverio Girondo: no he podido jamás enamorarme de un hombre al que no le guste el café. Ni mi hipotálamo ni mis hormonas están configuradas para interesarse en quien no traiga una buena dosis de cafeína en el cuerpo. Estoy segura de que es algo químico, algo que me rebasa. Y de coger ni hablamos, desde luego.
Bendita la hora y benditas las milenarias manos que aprendieron a cultivar esta maravilla, una de las pocas que me devuelven la fe en la humanidad.
Cuento al café entre mis taras, manías y bálsamos; encaja en todas. Pertenezco al grupo de humanoides que sin tomar un café por la mañana son incapaces de mutar a humanos.
Es imprescindible para mí. Y diré que aunque durante el día me vaya poniendo agria como naranja inmadura, siempre me levanto de buen humor. No es que dependa del café para sentirme contenta, mi primera sonrisa siempre llega antes que el primer trago. La cosa va más allá: es que el café me centra, me alinea el alma con el cuerpo y la actividad neuronal, me pone completa en el mundo.
Y podría contar mi vida entera en tazas de café y sin ellas: días en la plenitud y en el desamparo.
Cuando mis hermanos y yo éramos niños, mi madre (mormona transitoria como les he contado en otra columna) evitaba a toda costa que bebiéramos ese veneno que nos iba a dejar enanos porque los niños que toman café no crecen y porque tomar café es pecado. Nos daban una infamia aberrante llamada café de soya. Una calamidad, una desgracia, una vileza.
De cualquier manera no crecí demasiado, mi altura apenas supera el estándar de un metro sesenta de las mujeres mexicanas y me convertí en pecadora irredenta. Así que descubrí el café auténtico hasta que me fui de casa y creo que ese es el verdadero estandarte entrañable de mi emancipación adolescente.
El hecho es que desde mi muy sesgado, subjetivo e innecesario punto de vista (como todos los puntos de vista), sí se manifiesta algo de la afinidad de carácter en la preferencia por esta bebida. Es más, no tengo amigos a los que no les guste el café. Esos seres simplemente no están en el universo de mis seis grados de separación ni yo en el de ellos. Será por algo.
Mis mejores compañeros de viaje han resultado aquellos a los que les gusta el café tanto como a mí. Me veo con mi amiga Giovanna recorriendo las calles de Madrid con un vaso de café en la mano, sincronizadas de un modo mágico para buscar la siguiente parada cafetera a lo largo de todos los trayectos. Podría decir con precisión cómo toma el café cada una de las personas que he amado y que amo aunque no me acuerde bien de su fecha de cumpleaños.
Es un placer dentro de otro y luego dentro de otro y otro. No sólo el sabor de la bebida misma. Porque aunque tengo claro que me gusta muy pero muy caliente, bien fuerte –doble o triple carga–, sin azúcar ni ningún tipo de endulzante y con un toquecito de leche o crema; también sé que me gusta sujetar la taza con las dos manos, que me gustan las tazas blancas para servirlo, que lo prefiero cuando es aceitoso y huele achocolatado, que me gusta mirarlo y olerlo antes de dar el primer trago.
Y de pronto me voy dejando atrás a mí misma, contemplando mis días pasados como una línea interminable de bitácoras matutinas y tazas blancas.
Como aquella mañana que nos vimos para tomar un café y hablar pero los dos sabíamos que lo único que quedaba por decir era adiós. Como aquella mañana en la que él hundía la nariz en su taza humeante y yo todo mi ser en la mía. Café con lágrimas, el sabor es inolvidable. Sé que saben a lo que me refiero, sé que conocen ese buqué persistente.
Y así como hay ojeras bien ganadas, cultivadas primorosamente y ojeras ganadas a lo puro pendejo, o hay tazas de café memorables y otras que nos pudimos haber ahorrado. Así también hay -seamos honestos- relaciones e intentos de relaciones que, si no estaríamos dispuestos a cancelar con un borrón o tachón inmisericorde, al menos nos preguntamos qué carajos hacíamos ahí.
En ese segmento de relaciones insulsas agrupo yo a un par de hombres a los que no les gustaba el café. Sí, soy ingrata y pérfida. Pero en asuntos de amor esgrimiré siempre la bandera de la libertad absoluta: cada quién sus preferencias (sexuales y cafeinómanas). Y no sólo eso sino que me arriesgo a decir que mis mejores amantes han sido los verdaderos amantes del café. Repito: desde mi muy parcial, arbitrario, calenturiento y feromonizado punto de vista.
Y como soy una hereje que no tiene un solo dios sino muchos –según se ocupe- estoy cierta de que uno de mis dioses es el café. Si hasta se puede leer y yo amo leer desde que era muy pequeña, si hasta puede predecir el futuro mediante símbolos y yo soy una fanática de la simbología. Lo he intentado, es fascinante; gracias a los ancestros turcos, árabes, armenios y gitanos indomables por cultivar esa mancia.
A este paso terminaré por convertir al Café en mi único dios verdadero.
Y hablando de dioses y religiones, he aquí la única cosa que le agradezco a un católico: gracias al papa Clemente VIII que le gustó el café y que no lo declaró vicio ni pecado en Occidente como el alcohol o el tabaco porque de haber sido así; ahí les encargo el área de bebedores y no bebedores de café, clínicas de rehabilitación para cafeinómanos, aerolíneas libres de cafeína y envolturas de café con escenas melodramáticas de niños moribundos desnutridos, chantajes en los medios de comunicación del tipo: no tomes café, tú puedes salvar tu vida. Porque tal parece que de este lado del mundo, basta con nombrar algo pecado para que hasta nos genere malestares metabólicos.
Que si el café tiene propiedades curativas o atenta contra la salud, no me interesa.
Abomino de nuestro culto a lo saludable que lo único que refleja es que estamos más enfermos que nunca.
Dice Serrat: de vez en cuando la vida toma conmigo café y está tan bonita que da gusto verla. Yo creo que todas las tazas de café cuentan una historia, ya sea de insomnio anodino o de mañana luminosa después de hacer el amor pasando por tantas variantes como cada uno esté dispuesto a vivir.
Para mí el mundo se pone a girar con el primer trago, casi podría decir que prescindiría del sol pero jamás del café. Y me hago cargo de lo que he dicho.
Gracias por el café que hoy se tomaron conmigo, no me queda más que desearles que en el fondo de su taza se revele un buen augurio.
@AlmaDeliaMC
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá