Arnoldo Cuellar
26/09/2013 - 12:00 am
Misoginia: las alhóndigas que faltan
No lo entienden muy bien los gobiernos panistas, tampoco los jerarcas de la iglesia y mucho menos en los ámbitos de la procuración de justicia: el combate a la misoginia, el reclamo de equidad de género, la demanda de políticas públicas de protección a las mujeres y de sanción a sus agresores, sean golpeadores o […]
No lo entienden muy bien los gobiernos panistas, tampoco los jerarcas de la iglesia y mucho menos en los ámbitos de la procuración de justicia: el combate a la misoginia, el reclamo de equidad de género, la demanda de políticas públicas de protección a las mujeres y de sanción a sus agresores, sean golpeadores o asesinos, llegó para quedarse.
El viejo discurso, misógino y patriarcal, de que las mujeres sufren las consecuencias de colocarse en una situación de riesgo, es a todas luces insostenible y cada vez más deja en la peor de las precariedades éticas e intelectuales a quienes lo sostienen.
En primer lugar, han muerto mujeres en sus casas, en sus trabajos, lo que muestra que no hay ámbito de seguridad. Otras han sido dañadas por sus cercanos, por sus parejas, por sus padres.
Pero eso no es todo. El discurso que habla de que hay lugares a los que una mujer no puede ir sola o acompañada de un varón, conocido o desconocido, empata cada vez más con un estado que cede territorios a los poderes reales, que cada vez gobierna menos, pero que mantiene los privilegios a quienes momentáneamente ostentan su representación.
Justo cuando las mujeres consolidan su presencia en nuevos espacios, en la política, en el mercado de trabajo, en el deporte, en las organizaciones no gubernamentales, salen a la luz los viejos poderes patriarcales, de los cuales el de la iglesia es uno de los más representativos, a señalar que la violencia que sufren las mujeres se debe, precisamente, a que “se colocan en situaciones de riesgo”.
Por sus arcaísmos los conoceréis. La iglesia campeona de la misoginia, la que no admite a mujeres como ministros de culto, la que las ubica en guetos, se aleja de la compasión que predica, habla a través de Benjamín Castillo, obispo de Celaya, y juzga con dureza: “son asesinatos circunstanciales”.
¿Qué se quiere decir? ¿Dónde quedó el quinto mandamiento? ¿El carácter de circunstancial encierra alguna especie de justificación? ¿Estamos oyendo a hablar a un sociólogo, a un antropólogo o a un ministro religioso?
Parece ser que solamente estamos escuchando a alguien que adolece de una muy profunda ignorancia, sobre todo cuando generaliza y sin ningún dato duro en la mano, afirma: “las mujeres están cada vez más inmiscuidas en actividades ilícitas”.
Por si algo faltara, dijo: “No creo que sea cosa de género. son homicidios que se deben de investigar las causas, y no se debe de hacer más escándalo en este sentido, es duro decirlo pero son crímenes normales, circunstanciales”.
Afortunadamente y gracias a prelados tan poco atinados como este, la sociedad en muchas de sus ámbitos ya no cree en la consigna de aguantarse y callar en este mundo para ganar el paraíso en otro.
Gracias a la presencia del reclamo ciudadano en los nuevos espacios sociales brindados por la tecnología, pero también en los medios tradicionales y en las calles, la impunidad ha quedado exhibida, aunque falta mucho para que empiece a ceder terreno, así sea lentamente..
En Guanajuato, por ejemplo, se han modificado los esquemas judiciales para dar paso al nuevo sistema penal acusatorio de carácter oral, cuya propaganda ha dicho que servirá para agilizar la impartición de justicia. Gracias a ello, ahora se tiene menos información del avance de los procesos, lo que se ha convertido en la gran coartada de las autoridades ministeriales.
Sin embargo, en contrapartida ni siquiera vemos una mejoría en los resultados. Si bien la delincuencia no cede, en cambio se observan menos consignaciones y también menos sentencias condenatorias, en buena medida porque los ministerios públicos se quedaron sin el expediente de la tortura, en buena hora, pero no han desarrollado sus habilidades periciales.
Es decir, ahora que ya no se pueden fabricar culpables, tampoco es posible probar delitos, por lo que amenaza con proseguir, ahora por otras causas, el mal añejo de la impunidad en este país.
Así que las mujeres víctimas de violencia deben enfrentar a un poderoso ejército de adversarios: primero el propio agresor; después, la misoginia reinante que establece que si les fue mal es porque se portaron mal; en tercer lugar, la ineficacia de la procuración de justicia.
Y, por si algo faltara, les queda como gran enemigo, el estado que se hace eco de sus demandas sólo en el nivel del discurso, pero no en el de las acciones.
Por todo esto y porque no seremos una sociedad civilizada en tanto todo eso no cambie, vale la pena seguir insistiendo desde todas las trincheras posibles, en la lucha por subsanar miles de años de una cultura carente de equidad entre los géneros.
Hace apenas unas cuantas décadas se logró generalizar el derecho a voto para las mujeres en occidente. En esa lucha también hubo muchos que se burlaron del deseo de las mujeres de participar como ciudadanas. Los Benjamines Castillo han abundado, pero nunca han tenido la razón. Sólo se trata de no quitar el dedo del renglón.
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