Putas, suripantas, rameras, lamehuevos, limpiacañerías, coimas, pelanduscas, busconas, mantenidas, meretrices, zorras. Una y mil maneras de describir y señalar a las mujeres en el contexto del comercio sexual. La voz de los hombres lo revela.
Romina, de 21 años, piel blanca y cuerpo escultural está en la silla frente a mí. Exuda sensualidad, la entrevista le impide dejar a un lado al personaje en el que se ha convertido. “Mira, para mí este cuerpo es mi oficina. Yo decido a que horas abro y a que horas cierro las piernas. Estoy harta de que otras hablen por mi”. Justo por eso quiero entrevistarlas, le aseguro, para que su voz y sus historias se conozcan. “Vale, mira, yo soy una mujer íntegra, que como cualquier mujer quiero tener una familia; claro, ahora no porque el trabajo no me deja hacerlo. Pero cuando pueda voy a tener un esposo que me respete, unos dos hijos, que los voy a llevar al colegio, que les voy a dar de comer y que me van a querer un montón”. ¿Tú crees que los hombres, es decir tus clientes, entienden que tu cuerpo es tu oficina y deben respetar tus reglas y a ti como mujer. “Eso es otra cosa, una quiere que entiendan, pero la mayoría son unos pelmazos que sólo vienen a follar, es difícil… no sé. Los tíos son tíos ¿sabes?”. Ahora Romina está nerviosa, su deseo es ser respetada y bien tratada. Para ella, como para miles de mujeres emigrantes inmersas en la industria del sexo comercial forzado, el discurso de que son víctimas de violencia quienes llegaron engañadas y terminaron en este negocio, es inaceptable. Están aquí por decisión propia; trabajan en lo que pueden, dadas las circunstancias. Quieren ser respetadas, pero no lo logran y no entienden por qué.
Una y otra vez encuentro a mujeres que argumentan que la prostitución es un acto de libertad, es decir, vender sexo a cambio de dinero es libertad, su libertad. Aunque su enfoque en términos de batalla parece estar centrado en un enojo contra feministas y/o activistas que laboran para erradicar la trata de personas, todas las historias se dan en un extraño discurso binario que explica Dafne: “O se es puta y se es libre, o se es víctima y se es esclava. Yo soy puta y nadie me ha puesto una pistola en la cabeza para ejercer”.
El problema parece concentrarse en que la prostitución (como se denomina legalmente en gran cantidad de países), no se da en el vacío. Es parte de las dinámicas sociales entre hombres y mujeres y, si dejamos por el momento fuera de la discusión el tema jurídico y policíaco para fines de acotar esta columna, diríamos que la industria del sexo comercial está inserta y se nutre de las dinámicas dentro de las cuales se relacionan hombres y mujeres. El sexo es sólo una parte de esas interacciones. La transacción económica es otra muy importante, porque responde a estructuras de poder en las que el comprador adquiere un producto, pero se trata de un ser humano. Su cuerpo no está aislado de las emociones, la salud, la historia emocional, la seguridad personal, la infancia vivida, el barrio en que se lleva a cabo la transacción, las y los intermediarios, el vacío de protección social en caso de violencia, el miedo, la falta de oportunidades y opciones en un mundo en que la justicia social es un sueño todavía.
También entrevisté a cientos de clientes en un burdel. Yo, de visita como bailarina retirada (la más vieja, por cierto); ellos, relajados y sonrientes. «Eres una puta, ¿qué no?», me dice sonriendo mientras sostiene la cerveza. Y no tiene nada de malo, me explica con un tono pedagógico, si lo tuviera nosotros no estaríamos aquí, asegura el médico. Su amigo el ingeniero, asiente mientras da un trago a su bebida. No, contesta a mi pregunta, yo no creo que las putas sean un agujero, para eso nos hacemos una puñeta gratis (ríen otra vez), son lo que son. Por algo están en esto ¿no?, pregunta el amigo que asevera, mi hermana jamás se metería a puta. A lo mejor nacieron ninfos, dice el tercer amigo. No me vengas, si tú fueras una mujer… tú sabes, de otro tipo, pues no estarías en esto ¿no? ¿Creen que se nace para puta entonces?, pregunto sonriendo con dificultad. No dudan en responder. Todos están seguros de que hay zorras, suripantas y rameras porque les gusta follar a todas por igual. Son ambiciosas, engañosas, calientes y no muy listas. Si lo fueran, dice el ingeniero ya envalentonado, se dedicarían a hacer otra cosa de mujeres decentes, no a esto que es medio jodido, ríen otra vez e invitan un trago a las chicas rubias que se acercan a trabajar.
Durante la conversación que para ellos era un juego (e ignoraban que soy reportera), había un tono juguetón. De vez en vez, al decir algo insultante, tocaban mi brazo, se referían a mi aspecto físico, e intentaban asegurarme que todavía soy atractiva pesar de ser ese tipo de mujer; convencidos de que sus palabras validaban mi existencia. En ese ambiente las mujeres no intimidan, están a la venta no deben opinar ni pensar, sólo agradar.
Intentaron ser amigables pero ni a ellos ni a mí se nos olvidó el contexto: un bar VIP en el que ellos pagan, escogen, deciden. Ellas sonríen y obedecen. Todos llevan su tajada: el manager, el barman, el dueño del bar, la que lleva las habitaciones en el edificio de junto, los taxistas que llevan y traen clientes, el bouncer que controla a los borrachos, la telefonista que organiza los envíos a domicilio. Todos viven de ellas.
Veo el corto documental de la magnífica cineasta española Mabel Lozano y recuerdo a los hombres que entrevisté durante mi investigación para escribir Esclavas del poder. Su trabajo, para la fundación que lleva mi nombre (Lydia Cacho) en España y financiado por la Ford Foundation, fue concebido como una herramienta para educar y debatir sobre ese otro lado de la moneda de la industria del sexo comercial: los consumidores. Esos hombres que son parte del entramado, los que no cuestionan, que no mira la subjetividad de las mujeres, jóvenes y niñas que, insertas en la industria del sexo comercial, son víctimas de trata de personas.
Sus voces revelan el entramado del que hablábamos antes. Ese contexto que se ignora al debatir la industria sexual de la trata. Los actores primarios, hombres jóvenes que piensan que “se nace para puta” y que con esa hipótesis deshumanizan, degradan, maltratan, debilitan a las mujeres y, en muchas ocasiones les niegan el derecho a ser vistas y ayudadas. Porque ellos tienen mayores posibilidades de apoyarlas para salir de su infierno.
Este documental es utilizado por el equipo de la Fundación (FLC) y por Mabel Lozano, experta en derechos humanos también, para trabajar y sensibilizar a los jóvenes, actuales y futuros consumidores de este «tipo de servicio». A través de la información y el debate, el proyecto tiene como propósito ayudarles a ponerse en la piel de estas mujeres reales, cada una con su historia. Porque, como ha dicho la cineasta Alicia Luna (fundadora de FLC), “el respeto de los derechos humanos incumbe a todos y cada uno de los miembros de una sociedad libre”. ¿Para qué somos libres?, ¿cómo la libertad de uno puede ser la esclavitud de otra? Las verdaderas respuestas contra la trata de mujeres sólo se darán cuando el debate sea verdaderamente libre e integral.