Alma Delia Murillo
17/08/2013 - 12:00 am
Un lamento por la sensatez perdida
Me hubiera gustado nacer en la época en la que había que esperar porque esperar es una experiencia de profundo aprendizaje. En la espera aparecen la reflexión, el autocontrol, la humildad. Y, con un toque de suerte o un toque divino, se abren los ojos y aparece la belleza. Constantemente me descubro intolerante cuando algo […]
Me hubiera gustado nacer en la época en la que había que esperar porque esperar es una experiencia de profundo aprendizaje. En la espera aparecen la reflexión, el autocontrol, la humildad. Y, con un toque de suerte o un toque divino, se abren los ojos y aparece la belleza.
Constantemente me descubro intolerante cuando algo “tarda” en bajar de la red más de dos segundos. Y esos dos segundos revelan lo peor de mí: no soy paciente. No tengo esa virtud, no la cultivé y además vivo sometida bajo la tiranía de la velocidad digital.
Lo atribuyo –entre otras cosas– a la grandilocuente y cándida fantasía de la trascendencia. La verdad es esta: nada de lo que hagamos importa, nada trasciende, habitamos en lo diminuto, en lo casi invisible. Pero no nos enteramos porque nunca tuvimos el ego tan encumbrado como ahora. Un ego cansino que nos hace presentarnos como expertos opinadores de lo que sea, corrigeplanas a destajo, simpáticos afamados en redes sociales y miembros de un selecto grupo de pendejos que estamos convencidos de tener algo importante que decir. Empezando por mí, ya saben que no me excluyo.
Diré también que me hubiera gustado nacer cuando las personas eran personas, no la suma de sus objetos y contraseñas; cuando los perros eran perros, no bebés. Y cuando los coches eran coches, no dioses.
Tanta sociopatía disfrazada de apertura y diversidad me arroja directo a la desesperanza, creo que estamos envueltos en la forma más nociva de la ceguera: cuando la oscuridad se presenta como luz.
Lo atribuyo también a ese maldito monstruo de las siete cabezas, diez cuernos, doce hipotecas y quince tarjetas de crédito llamado consumismo. Ah, cómo chingo con el tema, ya sé, pero una tiene sus obsesiones. O sus obsesiones la tienen a una. Como sea, insisto: creo firmemente que el consumismo atenta contra la inteligencia, contra la evolución de la especie humana.
Algunos botones de muestra.
Por más increíble que suene, hubo una época en que beber agua sin marca estaba bien y era normal. H2O, así nomás, no venía adicionada con un toque gasificado de aristocracia ni con minerales felices de una isla exótica o con liviandad del reino mágico de las flacas, y la botella no era objeto de culto. Se bebía agua. Y punto. Y, entre otras razones, por eso no éramos un mundo de obesos.
Si te enfermabas, te recuperabas gracias a tu sistema inmunológico fortalecido por las enfermedades. O te morías. Y ya. Normal.
Si te resfriabas y eras todo estornudos y moqueos, la gente se compadecía de ti, te sonreían con cierta solidaridad; no te miraban con odio higiénico radical.
No existía el Club Rotario de las Damas Hipoalergénicas Santas Patronas del Gel Antibacterial. Histéricas, redomadas ignorantes que no comprenden que es imposible esterilizar el ambiente. Policías fiscales en elevadores, restaurantes y gimnasios a las que les parece de mal gusto que alguien sude, estornude o carraspee porque les provoca asco esa cosa llamada cuerpo humano y sus fluidos.
Y así puedo seguir con el rosario de la intolerancia: caballeritos condechi de gafas y sombrero contra coyoacanenses de morral y jeans, coyoacanenses contra santafeos de Santa Fe y santafeos contra todo lo que no sea un súper coche.
Sintiéndose bolcheviques contra mencheviques en la vital tarea de determinar las prioridades del partido socialconsumista de la revolución mundial. Y firmando las prioridades con su American Express, desde luego.
Como si las gafas, el sombrero o el morral le dieran profundidad a un ser humano. Como si las búsquedas, dolores y desarraigos auténticos vinieran al colgarse encima todos esos objetos.
Por cierto que hoy, y para colmo de mi desesperanza, junto a títulos del tipo milagros para el alma y cómo ser una cabrona; vi en la mesa de más vendidos de una librería el manual del hipster de un tal Jorge Pinto al que le pueden decir que yo lo dije: eso que él describe no es una tribu urbana, ya quisiéramos, es un segmento de consumidores. Y no, no es lo mismo. De ninguna de las maneras. Ya sé que es un texto satírico pero hay que poner en su justa dimensión los fenómenos sociales para que no nos vean lo pariente. Digo.
Los posmodernos no tenemos sentido de la pertenencia ni somos tribales. Nos agrupamos bajo las mismas marcas, bajo el mismo presupuesto, alrededor del conteo de lo que compramos. Pero eso no hace clanes ni colectivos ni pueblos; todo lo contrario: segrega, separa, rompe, individualiza.
Para terminar, y consciente de que lo que voy a decir podría ganarme la pena de muerte, (aunque asumida mi intrascendencia tampoco importa demasiado si muero ahora o después) va la última de mis lamentaciones de hoy.
¿Alcanzamos a ver todo lo que hay detrás de la declaración: “no tengo hijos porque tengo perros?”. Un perro no opina, no confronta, es obediente –en mayor o menor grado–, vive trece o quince años, nos adora ciegamente, resumiendo: es el amor narciso en pleno. Es el camino infalible para no perder el control, para no exponerse. Sí, son animales amorosos, inteligentísimos y maravillosos pero no son hijos.
O peor: “No tengo pareja porque tengo a mi perro”.
Pues no, no habrá hombre o mujer que reemplace al sometimiento de un perro, nunca, de eso podemos estar seguros. Como también podemos estar ciertos de que el perro nunca pondrá en jaque nuestro equilibrio emocional ni nos obligará a renacer, a crecer. Y tampoco nos hará más humanos, aunque existan legiones que gritan consignas afirmando lo contrario. Ya pueden condenarme a la horca. O apedrearme si están muy enojados pero dicen que si una observación es acertada, duele. Es el colmo de la soberbia convertir en causas sociales nuestras neurosis. Y aquí también encaja el fenómeno de la mujerocracia, por cierto.
En fin, tanta pendejada para ilustrar la poca sabiduría de nuestra especie y sigue la mata dando. Los océanos desparramándose con botellas de plástico y mierda de nosotros los guanabi jipi, los guanabi jipster y mierda también de los perros que usan zapatitos súper lindos. Y la sensatez extinguiéndose junto al jaguar, el oso polar, la humildad y la capacidad de amar como adultos.
Sé que la desesperanza no se ciñe a nuestros tiempos, que de haber nacido en la época de Platón habría arribado al mismo desencanto. Sé que somos la humanidad y que tenemos todo, menos remedio.
Así que no pido nada, acaso un minuto de silencio por cada momento de belleza que hemos ignorado. Por toda la belleza que se extingue en la red, a la velocidad de la luz o del ancho de banda frente a nuestros insensatos ojos que miran sin mirarla.
@AlmaDeliaMC
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