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Alma Delia Murillo

27/07/2013 - 12:00 am

La muerte en verano

Que estamos aquí de paso. El furioso paso de mi abuela sobre esta tierra duró noventa y siete años. Doña Paz Villaseñor Herrera, madre de mi madre, murió el sábado 20 de julio alrededor del mediodía. Doña Paz fue partera, entre otros niños, me trajo al mundo a mí. Me cortó el ombligo, me dio […]

Fotografía Alberto Alcocer beco Bcocom
Fotografía: Alberto Alcocer / @beco / b3co.com

Que estamos aquí de paso. El furioso paso de mi abuela sobre esta tierra duró noventa y siete años.

Doña Paz Villaseñor Herrera, madre de mi madre, murió el sábado 20 de julio alrededor del mediodía.

Doña Paz fue partera, entre otros niños, me trajo al mundo a mí. Me cortó el ombligo, me dio la atávica primera nalgada y le dijo a mi mamá “es niña”.

Le gustaba repetirme esa historia: no querías llorar, no querías comer. Tenías la carita chiquitita, carita de pellizco.

El sábado llovió todo el día. A la muerte le sienta bien la lluvia, la muerte es hembra, pienso. La lluvia también. Llanto dentro del llanto, un útero dentro de otro.

Lluvia terca, pertinaz, incesante, consistente, lluvia fina y poderosa.

Me gustaría morir en verano. Me gustaría morir cuando aún pueda repetir mi nombre, sostener una mirada, decir sí quiero o no quiero. Saber que el café es café y que el tinto es tinto, que no me gusta la gelatina, que amo las palabras.

Me hubiera gustado que mi abuela sufriera menos, su cerebro la dejó en el desamparo. Su cuerpo degeneró en mazapán. No podías tocarla sin sentir que se te desbarataba entre los dedos.

Cuerpo de mazapán, mi abuela.

Siempre fue un bocadito: mujer de talla pequeña y nariz grande.

Siempre fue una cabrona: mujer venus antes que mujer madre.

Me hubiera gustado que todo se detuviera aquella primera vez que no alcanzó a llegar al baño y se orinó caminando, sobre la ropa, sobre los zapatos diminutos, sobre sí misma.

Lo recuerdo bien: acompañarla, no mirar el charquito ámbar en el piso, ayudarle a cambiarse, darme la vuelta para no incomodarla, no decir nada. Sentir su pudor, su fragilidad, su vergüenza. Adivinar los años que vendrían a ritmo de deterioro galopante. Pasó casi una década después de aquella primera vez.

Mi abuela lujuriosa. Mi abuela como una caja de Pandora con frases populares para toda ocasión. El que no enseña no vende y el que mucho enseña se le mosquea. Si así está el caminito cómo estará el pueblito. El que no ha visto a dios ante cualquier santo se arrodilla. Y mi favorita: ¿a qué van a la calle, a que les vean lo pendejo?

Lo decía todo mal: el teléfono cedular con d, la caresola en lugar de la cacerola, los inresponsables y los drogaditos.

Le molestaba la gente. No sabía ser amable con quien no le gustaba y no le gustaba casi nadie. Dura como pocas, nunca la vi llorar. Que porque tenía un problema en la glándula o en la fosa lagrimal, patrañas: la señora no se conmovía con nada, lo firmo con sangre de mi sangre que es la suya.

Y, como ya les he contado, era experta en repartir tundas a diestra y siniestra sin la menor compasión. Mi memoria y mi piel conservan algunas huellas de su vocación de pegalona.

Se levantaba tempranísimo, disfrutaba con un refinado sadismo ponerse a cantar a grito pelado para despertar a los que aún estaban durmiendo.

Vivió enamorada de sus plantas, de sus flores, sus rosales eran el orgullo máximo.

Ocurrente, bailadora, enamoradiza, pésima cocinera, pésima madre, peor abuela, católica irreductible, guadalupana radical, egoísta de desempeño inmejorable. ¿Existirán de verdad esas abuelas buenas y dulces como panquecito esponjoso de repostería sajona?

Mi madre no quiso que la incineraran, el domingo la enterramos. Familia de mujeres: sus hijas, sus sobrinas, sus nietas, su octogenaria prima Lolita, su cuasioctogenaria prima Naborina –personaje que duele sólo de mirarla-.

Llanto abundante pero silencioso, sin dramatismo estridente, mujeres que lloran calladito. Y la lluvia siguió tersa, perseverante.

Mi hermana Paz que le heredó el nombre, el cuerpo pequeño y la hermosa nariz prominente, lo dijo antes que yo. Mi abuela se habría despedido así: fue un gusto que me conocieran.

Yo sólo quiero agregar que me gustaría morir bajo la lluvia de verano y cuando todavía pueda repetir mi nombre, decir soy Alma y saber quién soy.

Que lo sepan, por si se ocupa.

Por si un día me muero.

@AlmaDeliaMC

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