Alma Delia Murillo
29/06/2013 - 12:00 am
Saber que no sabes nada
El éxito es gris. Gris fotocopia. Gris tarjeta plateada. Gris coche gris. Gris como la cara más fea del asfalto. Gris mobiliario de oficina. Gris traje mamón o traje miserable. Gris «hace ocho meses que no cogemos porque nunca tenemos ganas, porque estamos agotados»; con perdón de sus respetabilísimas mercedes y antes de que me […]
El éxito es gris. Gris fotocopia. Gris tarjeta plateada. Gris coche gris. Gris como la cara más fea del asfalto. Gris mobiliario de oficina. Gris traje mamón o traje miserable. Gris «hace ocho meses que no cogemos porque nunca tenemos ganas, porque estamos agotados»; con perdón de sus respetabilísimas mercedes y antes de que me acusen de soez, frívola y facilota por hablar de sexo a la menor provocación quiero que sepan que he escuchado esa frase –palabras más, palabras menos– en repetidas ocasiones y en voz de diferentes compañeras de trabajo.
Hay un caso en especial al que quiero referirme, se llama Y. Jiménez. Ella encarna la eficiencia, es más, vamos a llamarle Eficiencia Jiménez. La conocí en una empresa de telecomunicaciones en la que dejé de trabajar hará cuestión de ocho años. Desde el principio nos caímos bien, hubo empatía, reconocimiento entre mujeres que hacemos de nuestra cotidianidad una bitácora de responsabilidades.
Yo era la encargada del centro telefónico que atendía las llamadas de servicio de miles de clientes, así que me tocaban al menos 60 mentadas de madre al día, que era el número de operadores telefónicos que tenía a mi cargo. Ella, Eficiencia, estaba en el área de nuevos negocios y era brillante, encantadora, guapa y, sin duda, la mejor dotada para traer nuevos clientes corporativos a la empresa. Se sabía al derecho y al revés cualquier cifra global o detallada de la industria, cualquier dato, cualquier tendencia. Era notable. Y tenía una sonrisa que desarmaba.
Yo tenía 26 años, ella 32; nos encontrábamos invariablemente al mediodía, una o la otra mandaba un mensaje al teléfono «¿cafeína?». Nos gustaba bajar a tomar un café bien cargado, ella fumaba, yo no. Platicábamos de hombres mientras duraban los tres tragos en los que me tomaba el café, no me gusta que se enfríe, así que lo tomo rapidísimo y descomunalmente caliente –vicio de familia–. Hacíamos un resumen ejecutivo de nuestras respectivas relaciones amorosas, Eficiencia se acababa de casar y yo tenía novio nuevo; desde luego en tal contexto, las confidencias sexuales eran infaltables: recomendar una posición o la otra, una marca de condones o de lubricante, una anécdota que siempre terminaba desternillándonos de risa. Me acuerdo y suspiro, aquello era nuestro pequeño remanso de felicidad diaria.
Hasta que un día la nombraron directora comercial y la perdí. El receso de cafeína se fue quedando siempre para después y ella fue volviéndose cada vez más insoportable, irritable, mandona, agria. Luego de seis meses apareció el esperado mensaje en mi teléfono, se me iluminó el rostro, atendí de inmediato. Unas ojeras violáceas parecían haber devorado su chispeante sonrisa, tenía la piel más deshidratada que nunca, olía a esas tiendas de tabaco que están abiertas las 24 horas. Nos dimos un abrazo débil y anunció sin preámbulos: «me voy a divorciar, M. es un pendejo, yo ya estoy en otro nivel en todos los sentidos, gano el doble de dinero que él, mis responsabilidades son muy superiores a las suyas y encima, el muy egoísta, se encabrona porque no quiero coger. Si él no sabe lo que quiere, yo sí. No voy a sacrificar mi carrera corporativa para complacerlo, no sabe nada, es un inmaduro y tiene complejos de inferioridad respecto a mí».
Un par de meses después yo dejé la empresa. Prometimos seguir en contacto, lo que por supuesto no pasó de ser una deslavada promesa gris. Triste como toda la escala de grises de la que hablé antes.
Hace dos días me la encontré en el estacionamiento del centro comercial donde trabajo. Su deterioro me dejó temblando: se ve no sólo gorda sino hinchada, no exagero si digo que pesa 20 kilos más que en aquellos años, una parálisis facial le dejó el rostro evidentemente asimétrico. Apenas se detuvo a saludarme porque llevaba dos teléfonos móviles en la mano y la acompañaba algún evidente subordinado al que le iba dando indicaciones a ritmo de pendejo, pendejo, pendejo.
Me quedé observándola a distancia. Se ve muy exitosa, sí: su ropa, su bolso de súper marca y el coche premium al que se subió dan cuenta de ello. Me aventuro a suponer que después de M., encontró a todos los hombres igual de inmaduros y egoístas, igual de inferiores.
Tuve ganas de llorar pero sólo durante unos segundos: eso constituyó todo mi duelo para la que fuera mi compañera de coffee break y carcajadas matutinas. Me sentí mal por no sentirme más mal. Lo mío raya en el paroxismo de la culpa, lo sé. Pero luego me calmé pensando que ella abandonó primero. Y no a mí, sino a sí misma.
Mujer exitosa. Pocas máximas de nuestro credo posmoderno detesto tanto como esa. Éxito, dice la RAE, es el resultado feliz de un negocio.
Por ahí empezamos: como si la felicidad fuera una sola, de un solo modo, como si se pudiera definir, como si el mundo se dividiera en negocios felices y negocios infelices.
Originalmente exitus significa salida, final. Siempre pervirtiendo la consistencia primera de las palabras, su peso, su origen. Siempre ignorando sus consecuencias.
Las empresas se llenan la boca autodenominándose organizaciones con cultura del éxito y una avalancha de creencias asociadas a ello como liderazgo, gestión eficaz, endomarketing, visión comercial y una corporativa letanía que todos hemos escuchado. Ojalá se detuviera ahí la masacre, lo verdaderamente jodido es que luego la narrativa social traslada eso a conceptos como felicidad, salud, gozo, humildad, ética y entonces sí que es una orgía total y sin fronteras, una prostitución absoluta del lenguaje que refleja la orfandad colectiva de nuestras emociones.
Y no iba a contar esta historia pero hoy vi en Facebook la foto en la que una madre etiquetó a su pequeña hija de diez años que ganó una competencia en la escuela: «Sigue así princesa, siempre cosechando éxitos». Lo encontré casi ofensivo.
¿Hay que ser exitosos para ser felices? Desgrano la idea, la palabra éxito y cada vez le encuentro menos sentido.
Supongo que en todo caso sería al revés: hay que tratar de mantenernos en contacto con el gozo de la vida y, en una de esas, las cosas saldrán relativamente bien, humildemente bien, equilibradamente bien. O no.
Porque, con más gusto que nunca, hoy quiero parafrasear a Sócrates: yo sólo sé que no sé nada, que no soy nada. Que no quiero saber nada ni ser nada, mucho menos una mujer exitosa.
@AlmaDeliaMC
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