Jorge Javier Romero Vadillo
28/06/2013 - 12:00 am
La reforma política que no será
Una vez más, como desde al menos 1996, se ha abierto la discusión en torno a la reforma del régimen político; de nuevo se han puesto sobre la mesa las propuestas más disímiles y atrevidas, incluso descabelladas, sobre cómo se debe transformar la relación entre poderes y el sistema electoral. Otra vez se han expuesto […]
Una vez más, como desde al menos 1996, se ha abierto la discusión en torno a la reforma del régimen político; de nuevo se han puesto sobre la mesa las propuestas más disímiles y atrevidas, incluso descabelladas, sobre cómo se debe transformar la relación entre poderes y el sistema electoral. Otra vez se han expuesto los defectos del arreglo presidencial heredado desde 1824 y que en el origen copió básicamente el diseño de la Constitución estadounidense de 1787. El viejo y raído traje del siglo XVIII que nunca le quedó muy bien al país y que una y otra vez fue sustituido por ropajes más idiosincrásicos, como los caudillos o los presidentes omnímodos de los tiempos clásicos del régimen del PRI, aunque se intentara imitar, como disfraz de feria, la apariencia del vestuario original.
El conflicto no resuelto en la historia de México es el de la relación entre ejecutivo y legislativo. Desde Iturbide, el Congreso ha sido visto como un obstáculo a la gobernación y como cerrarlo le costó el puesto al emperador de opereta, después mejor se optó por controlarlo y convertirlo en una maquinaria de transmisión de la voluntad presidencial. Así funcionó el Porfiriato y así operó también el presidencialismo a la mexicana, desde Calles hasta Zedillo. Cuando no hubo control, en cambio, como al principio del gobierno de Obregón, o como desde 1997, la pluralidad en el Congreso apareció como obstáculo a la voluntad presidencial en un entorno donde la deliberación democrática nunca ha sido considerada como un buen mecanismo para acercar posiciones, negociar intereses y llegar a acuerdos.
El régimen presidencial fue diseñado por Madison y los constituyentes norteamericanos para dificultar la voluntad presidencial y obligarlo a pactar con diversos intereses, mientras que la evolución gradual del parlamentarismo británico caminó hacia lo que algunos pensadores han considerado una “tiranía de la mayoría” pues casi siempre el primer ministro puede gobernar en solitario en la medida en la que es al mismo tiempo el líder del partido que tiene la mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes, de ahí que todas sus iniciativas legales y sus proyectos presupuestales sean aprobados en automático, aún cuando el gabinete sombra de la oposición los cuestione con acritud.
El régimen del PRI fue también una tiranía de la mayoría y entonces a los excluidos no les gustaba lo que se consideraba el mayoriteo automático, pero cuando los presidentes del PAN carecieron de esa fuerza se comenzaron a quejar de que el arreglo impedía “la gobernabilidad”. Así, Calderón quiso inventar su propia fórmula magistral y propuso una reforma electoral en la que la alquimia de la segunda vuelta, la reducción de la representación proporcional y la elección legislativa coincidente con la segunda vuelta presidencia diera como resultado una mayoría legislativa dócil al Ejecutivo. Peña Nieto, sin ambages, propuso volver a la llamada “cláusula de gobernabilidad” que le diera al partido más votado mágicamente la mayoría absoluta en el Congreso. Ambos coincidían en la tradición mexicana: para lograr la gobernación eficaz hay que reducir la representación y debilitar al Congreso; la pluralidad como defecto, no como virtud.
Desde luego que en sus propios partidos los legisladores han visto las cosas de otro modo y lo que pretenden es, al contrario, debilitar al Presidente y convertir al Congreso en el espacio de formación de coaliciones, como ocurre en los regímenes parlamentarios pluripartidistas, aunque no exclusivamente en ellos. Así han llegado a la mesa las propuestas para reglamentar los gobiernos de coalición y el despropósito ecléctico de crear un jefe de gabinete aprobado por el Congreso, con moción de censura en un sistema presidencial a dos vueltas. Ambos pretenden ser parches parlamentarios para intentar zurcir las ineficacias del presidencialismo. La primera fórmula parece relativamente inocua, ya que formar o no coalición sería una facultad potestativa del Presidente: en caso de necesitar apoyo legislativo para su programa podría invitar a otros partidos distintos al suyo a incorporarse a su gobierno y conciliar sus agendas. El segundo modelo, impulsado por los senadores del PRD y del PAN es simplemente un despropósito que en lugar de facilitar la gobernación convertiría al Presidente en un rehén del Congreso y le crearía un competidor –el jefe de gabinete– con incentivos altos para sabotearlo, incluso si se tratare de un integrante de su propio partido. No sería de una opción parlamentaria, puesto que constitucionalmente el Presidente seguiría siendo a un tiempo jefe de Estado y de gobierno, mientras que en los regímenes parlamentarios el presidente o el rey tienen facultades esencialmente ceremoniales y el primer ministro es el responsable pleno del gobierno, sin dualidades de poder.
Lo que comparten los diversos proyectos en pugna es que les estorba la pluralidad. Ninguno de los partidos que hoy tienen presencia en la vida política se hace cargo del déficit de representatividad que acarrea la incipiente democracia mexicana. La reforma que realmente necesita el sistema político mexicano es para aumentar la representación de la diversidad y la rendición de cuentas, no para propiciar una nueva tiranía de la mayoría. Si bien sería deseable el cambio de régimen hacia el parlamentarismo plural, lo importante es crear incentivos para la formación de coaliciones amplias donde se procesen intereses diversos; en efecto, en Europa el parlamentarismo con representación proporcional ha funcionado como mecanismo de agregación de intereses, pero en Brasil, por ejemplo, el pluripartidismo fragmentado –no a tres bandas, como en México– también ha servido para ampliar las opciones de coalición al Ejecutivo y sacar adelante sus programas. Sin embargo, los partidos mexicanos se niegan a abrirse a la competencia y se aferran a la versión actualizada del sistema proteccionista creado por el PRI en la década de 1940, esa que inventó el sistema de registro de partidos como patente para participar en los comicios.
Aparte queda el mito de la no reelección. A él se aferran las cúpulas del PRI y del PRD porque saben que es un mecanismo privilegiado para mantener su poder. Sin posibilidad de reelección consecutiva los legisladores quedan en manos de las direcciones de sus partidos para continuar sus carreras. La no reelección fue diseñada en 1933 para debilitar y controlar al Congreso, no para hacer más democrático al régimen. Pero en la reforma que viene ni se va a abrir la competencia a nuevas fuerzas ni se va a eliminar la no reelección. No habrá, entonces, una reforma auténticamente democratizadora. Simples costurones a la oligarquía tripartidista.
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