Alma Delia Murillo
22/06/2013 - 12:00 am
Amabilidad para el alma
¿Hay peor sensación de desamparo que la de dejar salir una auténtica sonrisa al desconocido o desconocida de en frente y que nos devuelvan una cara de culo compungido? Es descorazonador ver a nuestra pobre sonrisa quedarse huérfana y morir entre las fauces insaciables de la indiferencia, de la descortesía. Duele tanto la vida, cuesta […]
¿Hay peor sensación de desamparo que la de dejar salir una auténtica sonrisa al desconocido o desconocida de en frente y que nos devuelvan una cara de culo compungido? Es descorazonador ver a nuestra pobre sonrisa quedarse huérfana y morir entre las fauces insaciables de la indiferencia, de la descortesía.
Duele tanto la vida, cuesta tanto hallar una laguna de agua dulce, un charquito, una gota en la punta de la lengua que no encuentro el sentido de empeñarnos en adoptar esta pinche pose generacional de amargados. Sí, pinche pose que merece ser pincheada.
Estamos amargados por pasivos. Porque la amargura es la fórmula rancia del enojo. La hermana envidiosa de la furia que no se atreve a ir más allá de colgar una jeta malhumorada. Amargados por culisentados, por apáticos, por autocompasivos, porque nos sobra el alimento y el confort. Y a las pruebas me remito: en la carrera de perseguir la comida no cabe el desprecio por la vida, a la sobrevivencia le estorba la amargura.
El gesto agrio es como un toque de distinción, un rasgo de superioridad social, económica, intelectual. Oh sí, sobre todo intelectual.
Qué manera tan poco original de reforzar nuestra posición en la vida. Aquí seguimos, como dijo el Gabo, dando vueltas en redondo.
Lo de siempre, pues: burgueses contra proletarios, mamones contra ñeros, cultos contra ignorantes, sobrealimentados contra hambrientos.
Ayer abordé doce veces el elevador en la H. Plaza Carso donde alquilo mi fuerza de trabajo, ya que estamos refiriéndonos al santuario del capitalismo. Todas las veces saludé y me despedí de las otras personas que estaban en el elevador. ¿Saben cuántas me contestaron? Dos.
Una señora con su uniforme azul de intendencia y un trabajador -con casco y faja- de alguna de las mil obras que Slim levanta en su imperio polanquense.
¿El resto? Mudos, para ellos ni buenos días ni buenas tardes o hasta luego significan algo. Animales egocéntricos infectados con el virus del gadget, del Smartphone, del pico clavado en la pantalla. Llegará el día en que se nos desplazarán los ojos a las puntas de los dedos y desaparecerá el cuello porque ya no será necesario levantar la cara para interactuar con el resto de la especie.
Ocurrió que nos cansamos del discurso optimista y soso de la felicidad, nos dimos cuenta de que la realidad no cabía en esas ecuaciones cliché: muy bien.
Pero cuando la amargura se puso de moda, se volvió un cliché para responder a otro, al del optimismo pendejo. Y el juego de contraclichés a la realidad tampoco le sirve para nada.
¿No me creen? Asómense a Twitter, si hasta hay condecoraciones para los especialistas del amargue que tuitean la agonía de la existencia. Sucede que una amargura cultivada para ser exhibida no es auténtica, yo no les creo. Tampoco les creo a los intelectuales que son una ametralladora de desdenes hacia todas las expresiones ordinarias de la vida, como si ellos nunca se cepillaran los dientes o se entusiasmaran estrenando un par de zapatos o no supieran de Hollywood ni del reggaeton o de hacer fila en un banco.
Amargura viene de amarillo: tener el rostro amarillo bilis, desequilibrio en los líquidos del cuerpo por tragar ácido biliar, por contener el enojo, por indigestarse con los desencantos de la vida en lugar de echarlos para afuera llorando, gritando, haciendo algo. (Cuánto gerundio angustiante).
Amable significa literalmente digno de ser amado: de amar, de amare, probablemente de amma, mamá o mama. O sea, la chichi siempre de por medio. Ya, soy seria: de tomar la buena leche. Mamar la leche dulce de la vida. (Cuánta etimología iluminadora).
Una vez me dijeron en Madrid que los mexicanos nos pasamos de amables, que decimos «gracias» demasiadas veces. Y ya se sabe del carácter de los madrileños.
Recién me dijeron lo mismo en Buenos Aires donde el acento agudo en todos los verbos hace el imperativo más imperativo: no es compra sino comprá, no es llama sino llamá, no es anda sino andá. Qué estrés, tantas órdenes por cumplir.
A mí me gusta saludar, pedir las cosas por favor, decir gracias. Y no me voy a poner pesada con la explicación etimológica de la palabra gracias que viene de gracia que… pues eso.
Hombres y mujeres amables, especie en peligro de extinción: no desaparezcamos, vamos a reproducirnos aunque no sea biológicamente.
En mis incursiones de corredora en diferentes pistas públicas como parques, bosques y viveros he visto centenares de niños que gritan y manotean a su mamá o a su papá pero invariablemente veo que sus padres también son groseros.
Luego porqué llegamos al mirreynismo. Luego porqué llegamos al bullying. No quiero ponerme alarmista, sólo digo que debajo de todas estas expresiones subyace la misma causa: una especie de desesperación e impotencia por demostrar nuestra superioridad sobre los otros.
A veces pienso que la humanidad sufre de dislexia colectiva. Si con los años y poniendo un poquito de atención a la vida nos vamos dando cuenta de que las lecciones más decisivas y transformadoras son las de humildad, que de aquellas experiencias que nos hicieron palpar nuestra pequeñez es de las que más hemos ganado. Pero esas no sirven para levantar defensas intelectuales que nos distancien del ordinario mundo ni para tener chingos de seguidores en Twitter ni para demostrar nuestra preeminencia de clase desestimando a los que, desde nuestra perspectiva engreída, siempre estarán por debajo.
Apelo a la libertad de culto: así como otros creen en Dios o en el matrimonio, yo creo en la amabilidad. Y creo, sobre todo, en la risa. En la sonrisa discreta, la que baja desde los ojos, la que dedicamos a alguien, en la carcajada que burbujea, la carcajada torrencial que invade. En la risa que no se ve pero se siente.
Ya me voy, les dejo una estampida de sonrisas. Y buena leche. Y un terroncito de azúcar prieta que aunque no sea tan refinada también sirve para endulzar la bebida más amarga.
@AlmaDeliaMC
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