Jorge Javier Romero Vadillo
26/04/2013 - 12:00 am
El Estado tullido
Más allá de algunas visiones mitológicas, el Estado mexicano nunca ha sido realmente fuerte. Ni en su primera versión consolidada, encarnada en el régimen de Porfirio Díaz, ni después de la revolución, cuando finalmente se alcanzó la estabilidad en torno al partido prácticamente único, ni mucho menos ahora, cuando se le supondría una legitimidad democrática […]
Más allá de algunas visiones mitológicas, el Estado mexicano nunca ha sido realmente fuerte. Ni en su primera versión consolidada, encarnada en el régimen de Porfirio Díaz, ni después de la revolución, cuando finalmente se alcanzó la estabilidad en torno al partido prácticamente único, ni mucho menos ahora, cuando se le supondría una legitimidad democrática con base en la cual podría ser garante auténtico del orden, la organización mexicana con ventaja competitiva en la violencia ha podido ejercer su control territorial e imponer sus reglas de manera incontestada y univoca.
La manera en la que se alcanzó la estabilidad, después de 50 años de luchas continuas entre facciones e invasiones de potencias extranjeras, fue a través de un pacto entre caudillos militares locales que aceptaron el arbitraje de uno de ellos, al que se le concedía mayor jerarquía y autoridad. Porfirio Díaz consolidó su poder en la medida en la que entendió que éste no podía depender del uso abierto y continuo de la fuerza estatal –de suyo precaria– ni del respeto escrupuloso de la legislación liberal –vista por la mayoría de la población como una imposición ajena a sus tradiciones de origen colonial–; en cambio, Díaz basó su mando en la negociación personalizada, sutil, con dosis de convencimiento mezcladas con otras de amenaza y esa manera de hacer las cosas se reprodujo en los diversos ámbitos de gobierno, en cada estado y municipio.
La ley quedó convertida, desde entonces, en un marco para la negociación del grado de desobediencia de los distintos actores sociales. Desde luego, la medida en el que se podía desobedecer dependía de la capacidad económica u organizativa de cada uno. El Estado pudo ejercer su dominio territorial en tanto se mostró tolerante con las diversas expresiones particulares de indisciplina, siempre y cuando éstas se mantuvieran en el marco general de aceptación del arbitraje final de don Porfirio.
Después de la Revolución, una vez que la lucha entre caudillos devino en pacto político y surgió el partido del nuevo régimen como símbolo de inclusión y de aceptación de las reglas del juego, los mecanismos de mantenimiento de la paz del arreglo institucional no difirieron mucho de los desarrollados por el Porfiriato. La novedad, a partir del pacto corporativo impulsado por Lázaro Cárdenas, es que el Estado delegó en las organizaciones de masas pertenecientes a la coalición de poder la gobernación de sus respectivas bases, e incluso en algunos casos les otorgó la administración de parcelas de recursos públicos con ese fin, como ocurrió con el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
El dominio político de la época clásica del régimen del PRI se basó en la apropiación privada de espacios de poder público y en la tolerancia sistémica a la corrupción como mecanismo para resolver el problema de agencia. Desde el policía de tránsito al que se le permitía completar su precario salario por medio de la negociación personalizada de las multas en forma de “mordida” por las infracciones cometidas hasta los altos funcionarios que ejercían sus cargos como extensiones del propio patrimonio y, por tanto, los usaban como fuentes de rentas personales, el poder del Estado mexicano posrevolucionario se ejerció siempre de manera delegada y con la ley como marco flexible para la componenda.
La fuerza del Estado, la violencia que debería ser legítima, no se ejerció nunca de acuerdo a la legalidad, sino conforme a la discrecionalidad de quienes podían disponer de ella y siempre contra aquellos recalcitrantes que no habían sabido negociar su desobediencia. En cuanto a la tarea de proteger a la sociedad de los crímenes depredadores, tampoco demostró nunca el Estado mexicano gran eficacia y el sistema judicial se caracterizó por ser uno más de los espacios de negociación del cumplimiento de la ley, siempre venal y arbitrario.
Después de 1968, cuando la ineptitud de las fuerzas de seguridad dejó decenas de muertos en la plaza de Tlatelolco y luego de que en 1973, presionado por el clamor empresarial, Echeverría optara por los métodos de la guerra sucia para combatir a los débiles movimientos guerrilleros que pululaban por aquel tiempo, la utilización de la fuerza pública para contener los desmanes derivados de las protestas sociales quedó ampliamente desprestigiada, con lo que la proverbial debilidad del Estado mexicano para aplicar la ley se acentuó
La democratización no ha estado acompañada de un proceso de amplia legitimación de la legalidad. De hecho, a pesar de los ingentes avances logrados en la construcción de un orden jurídico eficaz para normar los procesos electorales, la legislación electoral misma sigue siendo vista con desconfianza por buena parte de la población, por lo que las autoridades surgidas de los comicios tampoco han logrado contar con el respaldo social necesario para que su actuar sea reconocido como plenamente legítimo. En esas circunstancias, ni los gobernadores ni el gobierno federal tiene la confianza para enfrentar con la fuerza del Estado a quienes utilizan la violencia como mecanismo para propiciar la negociación de su desobediencia. Es más: hasta donde se puede ver en todos los casos recientes, de Chilpancingo a Ciudad Universitaria, las marchas violentas, las tomas encapuchadas de edificios, los incendios provocados o los bloqueos siguen siendo mecanismos eficaces para forzar la solución negociada de demandas por más descabelladas que estas sean. Un Estado débil, cuestionado históricamente en su legitimidad y con un enorme complejo de culpa que no tiene otro mecanismo para recuperar el orden que ceder. Un Estado discapacitado.
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