Author image

Jorge Javier Romero Vadillo

12/04/2013 - 12:00 am

Margaret Thatcher y la izquierda

El lugar común obliga a que cuando un personaje de talla histórica muere se tienda a enaltecer su legado y a ocultar sus desmanes, a menos de que se trate de un tirano evidente, en cuyo caso sólo sus más leales validos cantarán las loas a su memoria. No es frecuente que un líder de […]

El lugar común obliga a que cuando un personaje de talla histórica muere se tienda a enaltecer su legado y a ocultar sus desmanes, a menos de que se trate de un tirano evidente, en cuyo caso sólo sus más leales validos cantarán las loas a su memoria. No es frecuente que un líder de un país democrático provoque mucha animadversión o demasiado duelo a su muerte; casi siempre los presidentes o primeros ministros de otro tiempo son someramente recordados cuando dejan de existir y su memoria merece apenas algunos obituarios que pronto se pierden en las páginas de los periódicos. ¿Alguien recuerda hoy a Edward Heath, a Harold Wilson o a James Callaghan? Sin duda sus nombres estarán en los libros de historia y el último de ellos tal vez sea memorable por el invierno del descontento, el de 1978-79, que fue el prolegómeno de la llegada al poder de Margaret Thatcher, pero cuando murió en 2005 no hubo ni ceremonia con honores militares ni bailes gozosos por las calles. Su muerte fue casi anónima y mereció poco más que un obituario piadoso de parte de la BBC: "Fue víctima de los acontecimientos, del tiempo y el destino, contra los que luchó constantemente como primer ministro británico".

Nada más lejano a lo que ha provocado la muerte de Margaret Thatcher. La polarización de las opiniones y de las reacciones generadas es indudable muestra de su peso histórico, un ejemplo del papel que pueden jugar los individuos en la historia. Las visiones encontradas sobre su actuar político y las consecuencias económicas que éste tuvo se pueden resumir en dos artículos polares, uno de Adam Fergunson en el Financial Times y otro de Joaquín Estefanía en El País. Mientras que para el colaborador del conservador diario financiero Thatcher tuvo razón en casi todo –tanto cuando enfrentó y debilitó a los sindicatos, como en la privatización de empresas, cuando contuvo la inflación con una política monetaria agresiva, se opuso a una moneda única europea, o defendió militarmente a las islas Malvinas (para ellos Falkland)–, Estefanía analiza uno a uno los principales preceptos de sus políticas y le encuentra peros a la idea de que el Estado es el problema y el mercado la solución, a la desregulación como meta y a su aspiración de un capitalismo popular que acabó por generar la burbuja inmobiliaria, origen de la mayoría de los problemas de las economías europeas de hoy.

Estefanía encuentra, además, un gran prieto en el arroz del valor ético de la ex primera ministra: su apoyo casi amoroso al criminal Pinochet, sus “tactos de codos públicos y las tazas de té con el dictador chileno” y su encendida defensa en el parlamento donde dijo que la persecución emprendida por el juez Garzón era “una venganza de la izquierda internacional por la derrota del comunismo, por el hecho de que Pinochet salvara a Chile y salvara a Latinoamérica”. Esta actitud define algo central, que también señala el articulista y ex director de El País: la compleja interacción entre las creencias, las ideologías y los intereses de los actores políticos. Para Thatcher, desde sus convicciones individualistas, era mucho más importante la lucha contra el comunismo que las vidas y la dignidad de los estudiantes, obreros y políticos torturados y asesinados por Pinochet.

Margaret Thatcher contribuyó sustancialmente al aniquilamiento de eso que se entendió por izquierda desde el final del siglo XIX y durante la mayor parte del XX, de la que fue una despiadada enemiga. En su país, la líder conservadora se enfrentó al sindicalismo tradicional, que había jugado un papel nodal en el desarrollo del Estado de bienestar británico de la segunda posguerra y era la base principal del Partido Laborista, el adversario político que había fracasado en el manejo de la crisis económica de la década de 1970, como también había fallado durante la crisis de 1929. El Estado solidario posterior a la Segunda Guerra Mundial, crecido durante los años del desarrollo económico de la reconstrucción, se había convertido en un Leviatán filantrópico pero ineficiente, imposible de financiar; para 1978 los servicios públicos estaban al borde del colapso y la economía británica estaba en plena recesión. Thatcher llegó como cruzada a acabar con las protecciones estatales a los más desfavorecidos y a dejar en manos del mercado la economía entonces muy estatizada del Reino Unido, con un corolario de desempleo y aumento de la pobreza. La despiadada líder, que basaba sus actos en su convicción de que sólo los individuos importaban mientras que la sociedad era una mera entelequia, no se tocó el corazón a la hora de reducir el déficit público, destruir sindicatos o eliminar subvenciones estatales a la cultura o el arte.

El Partido Laborista no supo cómo responder al cambio, el cual logró la sintonía con las clases medias británicas y su histórico individualismo, mientras entre la clase trabajadora imperaba la desmoralización y la desmovilización. El Partido Laborista sólo pudo volver al poder cuando dejó atrás su historia y sus vínculos sindicales y adoptó, en cambio, buena parte del credo thatcheriano.

Fuera de la Gran Bretaña, la cruzada de Thatcher fue igual de implacable y encontró en Ronald Reagan al aliado ideal. Juntos acorralaron a la exhausta Unión Soviética, hundida por sus propios defectos y contradicciones, y no descansaron hasta que vieron la caída del muro de Berlín y el final del comunismo. A partir de entonces, de la izquierda tradicional quedó poco más que el recuerdo, tanto en su versión revolucionaria anquilosada en el totalitarismo, como en su versión socialdemócrata, de base sindical y obrera, partidaria de una fuerte intervención estatal en la economía y de un amplio desarrollo de instituciones de seguridad y protección social.

Hoy de aquello que se conoció como izquierda queda poco más las ruinas cubanas, la demencia guerrerista de Corea o las mascaradas demagógicas de Venezuela. Los partidos que se conciben a sí mismos a la izquierda en las democracias contemporáneas parecen asumir buena parte de los preceptos de la revolución thatcherista. A pesar de que muchos de los supuestos económicos del liberalismo antiestatista están haciendo agua desde que empezó la gran recesión de 2008 y muestran sus hierros oxidados entre las ruinas de la especulación inmobiliaria española o en la tragedia griega, la izquierda política no ha sabido responder con la eficacia con la que Margaret Thatcher enfrentó la crisis en 1979, armada con poco más que unas viejas convicciones liberales y una voluntad férrea. Las ideas están ahí, pero faltan los políticos capaces de encarnarlas y de dotarlas de la fuerza con la que Thatcher embrujó a su país y al mundo.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

más leídas

más leídas