Jorge Javier Romero Vadillo
08/02/2013 - 12:00 am
Periodismo, opacidad, política y paranoia
La tragedia del edificio administrativo de Pemex y la reacción de opinión que se desató tanto en los medios de comunicación formales como en las redes sociales son un buen pretexto para reflexionar una vez más sobre la manera en la que se construyen los fenómenos de opinión y sobre cómo se establece la comunicación […]
La tragedia del edificio administrativo de Pemex y la reacción de opinión que se desató tanto en los medios de comunicación formales como en las redes sociales son un buen pretexto para reflexionar una vez más sobre la manera en la que se construyen los fenómenos de opinión y sobre cómo se establece la comunicación entre el poder y la sociedad en México.
La manera en la que la mayoría de los periódicos y las televisoras abordaron el tema de la explosión y sus probables causas nos da una buena muestra del lamentable estado en el que se encuentra el periodismo nacional: especulaciones, elucubraciones, hipótesis sin confirmar, chismes y, sobre todo, teorías de la conspiración, en lugar de investigación e información bien sustentada en hechos. El periodismo mexicano muestra por todas partes falta de profesionalismo, de calidad en su expresión –mal escrito y mal hablado–, mientras que exhibe excesos de ignorancia e irresponsabilidad.
Antes que mostrar hechos, varios periódicos jugaron a la conspiración y elaboraron notas supuestamente sustentadas en informantes anónimos, en el mejor estilo del periodismo paranoico. Los dos casos más notables fueron La Jornada y Proceso: sus notas estuvieron orientadas a construir la hipótesis de un atentado a partir de rumores y conexiones lógicas imaginarias propias de ese desorden mental que tan frecuentemente se asocia a la política. Elías Canetti, en varios de sus textos, sobre todo en Masa y Poder y en El caso Shreber, se sumerge en el mundo de la paranoia y la relación que este desorden psíquico tiene con el quehacer político. En un trabajo más reciente y con un enfoque científico, Robert S. Robins, profesor de psicología política de la Universidad de Tulane, y Jerrold M. Post, psiquiatra profesor de la Universidad de Yale, han analizado la manera en la que las construcciones paranoicas se difunden en las sociedades, al grado de que los paranoicos llegan a tener ventajas competitivas en la política, pues construyen argumentaciones simples con lógicas perfectas, ya que eliminan de su razonamiento cualquier elemento que pudiera contradecir sus dichos; en la medida en la que los desordenes paraniodes son comunes entre los seres humanos, las explicaciones delirantes tiene gran éxito, por más que los enemigos supuestos estén en las sombras, nunca se les identifique claramente o sean una amenaza abstracta (los judíos) o una recurrente (los Z).
El periodismo paranoico apela a los mismos resortes de la política paranoica: las conspiraciones oscuras, la información oculta que se manifiesta en indicios, fuentes secretas que conocen la trama. El objetivo es construir sospecha, crear suspicacias sobre la información oficial, desprestigiar por poco confiables a los voceros del gobierno. El agravante de esta conducta es que mientras que los líderes carismáticos o dictadores paranoicos son víctimas de su propio delirio, aunque no por ello sean inimputables por sus crímenes, los periodistas de la paranoia se aprovechan de la conocida susceptibilidad del público y a sabiendas construyen sus conspiraciones para vender ejemplares y jalar agua a al molino de sus preferencias políticas.
Por otro lado están los informadores demagogos, que también hacen su trabajo a partir de suposiciones y ocurrencias y también se aprovechan de la psicología de las masas que tanto intrigó a Canetti. Ciro Gómez Leyva, por ejemplo, el viernes 1 de febrero afirmaba que nadie en su sano juicio podía desvincular lo ocurrido en el edificio de Pemex con el jueves 31 del comienzo del período legislativo al día siguiente. El connotado profesional afirmaba que no había duda de que se había tratado de un atentado. Al lunes siguiente, después de la explicación oficial que descartaba la intencionalidad del acto, Gómez Leyva salió a alabar el buen manejo de crisis del gobierno, sin siquiera admitir de pasada que sus dichos del viernes no habían sido más que especulaciones alarmistas sin fundamento. Otro gran ejemplo de profesionalismo y rigor periodístico.
Desde luego, en el origen del permanente clima de sospecha que domina a la opinión pública mexicana no sólo está la natural proclividad social a aceptar las explicaciones paranoicas, sino el tradicional hermetismo, la crónica opacidad, de una política basada durante décadas en el manejo arbitrario de la información que debería ser pública. El régimen del PRI, con sus maneras crípticas de comunicar, con sus mensajes entre líneas, con sus versiones oficiales siempre a medias, con su reticencia a dejarse observar, contribuyó al escepticismo popular y a la proverbial falta de credibilidad de sus dichos. Tampoco contribuye a la credibilidad gubernamental la reiterada incapacidad técnica para llevar a cabo investigaciones sustentadas y bien articuladas.
La falta de profesionalismo de la prensa mexicana también tiene un origen político en las maneras de hacer las cosas de la época clásica del régimen del PRI. En los tiempos del partido hegemónico y los señores del poder omnímodo, la profesión periodística en México se convirtió en uno más de los ámbitos del control político. Aquí no era necesario, como lo fue en la España del franquismo, la censura previa; en los periódicos mexicanos no hacía falta que estuviera presente el empleado del ministerio de la Gobernación revisando los textos que se publicarían. En México el régimen un censor en cada periodista nos dio. El monopolio del papel, pero sobre todo las dádivas y prebendas gubernamentales, hicieron que prácticamente todos los directores de periódicos fueran leales defensores del arreglo político y del señor Presidente en turno, aunque con los matices de sus propias convicciones ideológicas. Y en cuanto a los reporteros, bastaba con contratar a personajes precariamente alfabetizados con la habilidad suficiente para copiar boletines de prensa o, cuando mucho, para parafrasearlos, a los que los dueños de los periódicos podían pagar miserias, pues el salario real lo cobraban en las “fuentes” que cubrían, donde los jefes de prensa de las dependencias del gobierno les repartían mensualmente sobres de agradecimiento por la fidelidad de sus notas. La crítica era fácilmente ocultada o acallada y sólo en casos excepcionales reprimida.
Así, el régimen del PRI clásico puso los cimientos tanto de la enorme falta de credibilidad de la política mexicana, como de la falta de calidad y profesionalismo de unos medios de comunicación lastrados por la ignorancia cuando no por la mala fe.
No importa que tan transparente sea hoy la información que llega al público desde el Estado, ya sea del gobierno, del IFE o de la Suprema Corte, la sospecha será la reacción pública inmediata. El resultado es, sin duda, negativo para la política, los políticos y la legitimidad gubernamental. Un gobierno en el que nunca se cree es un gobierno débil. El único antídoto posible es avanzar en un auténtico proceso de apertura y rendición de cuentas, que haga tan transparente al poder público que toda teoría conspirativa caiga por su propio peso y donde la información precisa y fidedigna desmienta a los especuladores y exhiba a los comunicadores chapuceros.
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