Jorge Javier Romero Vadillo
25/01/2013 - 12:01 am
En la ciudad de los peatones asustados
En cada tren de la nueva línea 12 del Metro de la Ciudad de México viaja un policía vestido con un uniforme que recuerda a Hugo Chávez en sus tiempos de militar golpista. Su ocupación principal es vigilar que los asientos plegables reservados para unos hipotéticos discapacitados, que viajarán sólo en esa línea porque no […]
En cada tren de la nueva línea 12 del Metro de la Ciudad de México viaja un policía vestido con un uniforme que recuerda a Hugo Chávez en sus tiempos de militar golpista. Su ocupación principal es vigilar que los asientos plegables reservados para unos hipotéticos discapacitados, que viajarán sólo en esa línea porque no existe ninguna manera de que puedan transbordar a otra del sistema, no sean ocupados. Mientras, en los andenes los pasajeros siguen sin saber qué quiere decir exactamente eso de "antes de entrar deje salir"; la interpretación popular de la indicación es quedarse parado frente a la puerta sin intentar entrar, pero sin dejar el paso a quienes abandonan el vagón.
El Metro es un buen escaparate de la falta de civilidad que caracteriza a la vida urbana de la Ciudad de México, delicia de los defensores de los órdenes espontáneos de mercado a la Hernando de Soto. Los letreros de "No pase" no son más que parte del decorado para una población que apenas sabe reconocer las letras y a la que las indicaciones viales le tienen absolutamente sin cuidado; nadie sabe que la forma más eficiente de utilizar las escaleras eléctricas es dejar que por el lado izquierdo suban quienes lo hacen sin detenerse, mientras que en el derecho viajan quienes no tienen prisa. Eso de circular por la derecha no convence ni a los encargados de las escaleras eléctricas que en algunas estaciones las encienden al revés. Pasillos caóticos en los que no faltan puestos de ambulantes en el suelo. Vendedores de grabaciones piratas que revientan los oídos de los viajantes con las muestras de su mercancía reproducidas a volúmenes ingentes. Usuarios que entran a los vagones atestados y que se echan como arañas sobre los asientos liberados para apartarle lugar a su novia; claro, eso sí, todo al demagógico precio de tres pesos por viaje.
No ha habido autoridad en la Ciudad de México que considere necesaria una campaña de civilidad en el Metro, que ordene y mejore la utilización del espacio público. La gran ocurrencia ha sido la de reservar algunos vagones a mujeres ante la incapacidad de evitar que éstas sufran abusos en unos espacios de uso común. El Metro de la Ciudad de México refleja las improntas de cultura musulmana que han quedado en el comportamiento colectivo del país.
Pero si en el Metro es caótico e incivil, en la superficie la ciudad se vuelve brutal para todo aquel que no vaya en una camioneta 4x4 en la cual se pueda atrincherar y aterrorizar a los viandantes y a los demás conductores desde la superioridad que dan las alturas. No hay en la ciudad un solo paso de peatones bien hecho. En Insurgentes, los que hicieron el Metrobús pusieron los pasos cebra donde se les antojó, sin que los coches tengan espacio para detenerse y realmente dejar cruzar a los peatones ni para que los éstos tengan visibilidad de por dónde les viene el golpe. Las únicas protecciones con las que cuentan los viandantes, precarias y absurdas, son los “topes”, inexistentes en las ciudades bien gobernadas, pero que en México son la prueba fehaciente de la debilidad del Estado: como nadie respeta las señales colocadas por la autoridad, la única posibilidad de limitar la velocidad y medio permitir el paso de quienes no van motorizados es una barrera física, cuanto más grande más eficaz, aunque sea contaminante y haga menos eficiente el tráfico. Las joyas de la ingeniería vial de la Ciudad de México son los topes antes de semáforos, con lo que los coches no pueden avanzar fluidamente cuando tienen la luz verde porque se tienen que detener ante el obstáculo de asfalto que les aparece enfrente. En cada esquina los caminantes se juegan la vida y tiene que echar carreras con los coches. En sus rostros se ve la mueca de quien vive en la ciudad de los peatones asustados.
Dicen que el de Marcelo Ebrard fue un buen gobierno de la ciudad. Lo será por las medidas legislativas que su partido promovió para aumentar libertades y derechos, pero no por la gestión del espacio urbano. Cuando mucho, fue un buen delegado de la Cuauhtémoc, donde en efecto aparecieron ciclovías y alguna calle peatonal –mientras que en otras delegaciones, como Coyoacán, lo que se hizo fue simular supuestos carriles preferenciales para bicicletas, inútiles de suyo–, pero en general su gestión del espacio de la ciudad fue mala: su máximo logro fue la línea 12 del Metro –financiada con recursos federales– y algo se amplió la red de Metrobús, pero lejos estuvo de cumplir sus promesas de mejora del transporte público, dominado por las mafias de peseros que él mismo y su jefe Camacho promovieron cuando gobernaron la ciudad con la chaqueta del PRI y, sobre todo, hizo la ciudad mucho más fea con sus obras del segundo piso que benefician sólo a unos cuantos con dinero para pagar los casi dos pesos que cuesta el kilómetro recorrido, fomentan el uso del automóvil y fragmentan el tejido urbano.
Sin embargo, tampoco veo en Miguel Ángel Mancera imaginación ni iniciativa alguna para impulsar el cambio urbano que no cuesta o cuesta poco: pasos de peatones bien diseñados, campañas de educación vial, ciclovías que vayan más allá del circuito de los privilegiados, reglas al menos para que los infectos peseros sólo se paren en los sitios autorizados, los cuales se deben colocar con buen diseño para evitar que los microbuses paren en una esquina y en esa misma pretendan darse la vuelta a la izquierda, agentes de tránsito capacitados que enseñen a los conductores a no tapar los cruceros cuando no pueden seguir adelante y que multen a quienes dan vueltas prohibidas a la izquierda o desde el tercer carril. La gestión de Mancera ha comenzado tentaleante y confusa, sin proyecto de convivencia, débil. Ni siquiera se ha atrevido a poner parquímetros –solución probada mundialmente para regular el uso del espacio público– en la Roma y la Condesa: en cambio, promovió una consulta confusa con preguntas idiotas. No se le ven muchas facultades al jefe de Gobierno, quien no cuenta ni con el apoyo pleno de su partido ni con las mañas políticas de su predecesor. A ver si no, al final lo que resulta es el desastre evitado hasta ahora con saliva y apoyo clientelista.
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