Jorge Javier Romero Vadillo
04/01/2013 - 4:31 pm
Los límites del presidencialismo
Los últimos días del año los Estados Unidos vivieron momentos de gran tensión política en torno a la cuestión fiscal. El Congreso tenía que aprobar las nuevas disposiciones en materia de impuestos y deuda para evitar que el país cayera en el llamado precipicio fiscal. En el último minuto, después de un período de incertidumbre […]
Los últimos días del año los Estados Unidos vivieron momentos de gran tensión política en torno a la cuestión fiscal. El Congreso tenía que aprobar las nuevas disposiciones en materia de impuestos y deuda para evitar que el país cayera en el llamado precipicio fiscal. En el último minuto, después de un período de incertidumbre que puso en vilo a la economía del mundo, los legisladores llegaron a un acuerdo que, sin embargo, no resuelve para el largo plazo la situación financiera de la mayor economía del mundo.
Una vez más, como ya había ocurrido el año pasado, el gobierno del presidente Obama se las vio negras para lograr un pacto fiscal en un escenario en el que un partido tiene la mayoría en una de las cámaras, mientras que es su oponente el que la tiene en la otra. De hecho, los dos últimos años de su primer período el reelecto presidente vio frenada la mayoría de sus iniciativas por falta de apoyo de una mayoría republicana en la cámara de representantes, dónde un partido republicano cada vez más corrido a la derecha se empeñó en no concederle ningún éxito con la intención de debilitarlo en el camino a la reelección.
Durante años, frente al argumento de algunos politólogos que exponían las desventajas de los regímenes presidenciales respecto a los parlamentarios, en los cuáles los gobiernos cuentan necesariamente con mayoría parlamentaria, pues de ella depende su investidura, otros estudiosos de la ciencia política argumentaban a favor del presidencialismo con el ejemplo norteamericano, que ha funcionado desde 1789 sin prácticamente ninguna ruptura institucional si se exceptúa la ocurrida en torno a su guerra civil de 1861 a 1865, durante la cual, por lo demás, no dejó de existir una presidencia instituida con capacidad de gobierno al menos en los estados que se mantuvieron fieles a la Unión.
La eficacia presidencial norteamericana se atribuía al hecho de que las diferencias entre los partidos no eran claramente ideológicas, por lo que la disciplina entre sus integrantes era laxa y se podían formar coaliciones transpartidistas en torno a las iniciativas presidenciales en un sistema donde los representantes y senadores respondían más a los intereses de sus electores –o de sus financiadores– que a la línea de su partido o a su lealtad al presidente. Sin embargo, en los últimos años las diferencias entre demócratas y republicanos se han vuelto más claras –los demócratas se han recorrido algo hacia la izquierda y los republicanos mucho a la derecha–, mientras la disciplina partidista ha aumentado. En los últimos años se pudo observar cómo los republicanos trataron de ganar espacio con base en una férrea oposición ideológica a Obama y, en la medida en la que colocaron como horizonte colectivo arrebatarle a presidencia– carecieron de incentivos para colaborar con el ejecutivo en prácticamente ningún tema.
Se trata de un asunto de diseño institucional. Los constituyentes de 1787 diseñaron a propósito un ejecutivo débil, fuertemente limitado por el legislativo. La estabilidad política de los Estados Unidos se ha debido a que no han existido grandes litigios en torno a los derechos de propiedad –con excepción, de nuevo, del momento de la guerra civil– y a que el papel del Estado ha estado fuertemente constreñido y su capacidad redistributiva ha sido relativamente limitada (aunque no existe arreglo institucional que no tenga consecuencias distributivas).
En México el presidencialismo, diseñado específicamente para resolver la gobernación en las condiciones específicas de los Estados Unidos primigenios, fue tomado como modelo universal y copiado desde la Constitución de 1824 con resultados muy malos, pues fracasó desde un principio. El enfrentamiento recurrente entre ejecutivo y legislativo ha llevado una y otra vez a la caída de gobiernos o, en los últimos tiempos, a una ineficacia gubernamental pasmosa. La falta de incentivos para que los legisladores colaboren con el presidente ha llevado a que sólo haya habido estabilidad con eficacia gubernamental cuando se ha forzado desde la presidencia la sumisión del legislativo, primero durante el porfiriato, gracias al control centralizado de las elecciones, y después durante la época del monopolio político del PRI, cuando se combinó control electoral con incentivos disciplinarios como la no reelección inmediata de legisladores, con lo que la carrera política de diputados y senadores pasó a depender de la lealtad mostrada al presidente en turno.
El presidente Peña Nieto ha comenzado su gobierno con un éxito sin precedentes: logró un acuerdo político transpartidista que al menos ya ha dado un fruto notable: la reforma constitucional en materia educativa. Así, al inicio de su mandato parece mostrar que el presidencialismo sí puede permitir la gobernación en condiciones de pluralidad democrática cuando existen habilidades políticas. Sin embargo, nada garantiza que las condiciones que llevaron al pacto vayan a durar todo el sexenio, ni que los partidos se mantengan leales a él en la medida en la que sus incentivos políticos cambien, por ejemplo ante elecciones locales. El régimen presidencial tiene la enorme limitación de que para hacer avanzar su programa político el ejecutivo siempre tendrá que negociar coaliciones legislativas puntuales cuando su partido no tenga mayoría absoluta en ambas cámaras. Los arreglos parlamentarios resuelven precisamente ese tema: el gobierno se basa en una mayoría legislativa, ya sea de un solo partido o de coalición que dura toda la legislatura, de ahí que el margen de maniobra del ejecutivo sea mucho mayor.
El pacto por México fue un logro de inicio de sexenio notable, pero su estabilidad depende de la voluntad y de los intereses cambiantes de los partidos firmantes; no es una coalición sólida del tipo parlamentario y no hay garantía alguna de que el listado programático enunciado se complete de aquí a las elecciones de medio término. El presidencialismo mexicano, como el de los Estados Unidos, seguirá siendo fuente de inestabilidad e ineficacia gubernamental.
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