Alma Delia Murillo
15/12/2012 - 12:02 am
La Navidad: una idea millonaria y devastadora
Cuenta la leyenda que Jesucristo nació en un humilde pesebre. Y cuenta la RAE que el significado de pesebre es una “especie de cajón donde comen las bestias”. Antes de seguir con mis oscuros razonamientos, les recuerdo que mi segundo nombre es Hereje. Por si algún cristiano quiere ahorrarse el disgusto, abandone este texto ahora […]
Cuenta la leyenda que Jesucristo nació en un humilde pesebre. Y cuenta la RAE que el significado de pesebre es una “especie de cajón donde comen las bestias”.
Antes de seguir con mis oscuros razonamientos, les recuerdo que mi segundo nombre es Hereje. Por si algún cristiano quiere ahorrarse el disgusto, abandone este texto ahora y perdóneme porque no sé lo que hago. Sobre aviso no hay engaño, como dijo el poeta.
Siempre he cuestionado la fe que los mueve a la celebración navideña pero ahora me doy cuenta de que tal cuestionamiento no tiene sentido. Cuál fe, si sólo se trata de consumir. Debería llamarse la fiesta de los objetos. El eslogan “felices fiestas” bien podría cambiar a “felices compras” y sería más verdadero.
Supongo que el centro comercial Antara en Polanco dista mucho de ser un humilde pesebre. O el de plaza Carso también en el honorable y aristocrático Polanco. O el centro comercial que me digan. ¿Son acaso poderosos y sofisticados pesebrotes diseñados para honrar al niño Jesús, su amoroso redentor? Perdonen que me ría de su afinada espiritualidad pero jajajá.
Hace dos días caminé durante quince minutos en uno de esos centros comerciales y contemplé, una vez más, el Apocalipsis ahora.
En ese modesto pesebre miré a la felicidad andar de la mano de una bolsa de shopping y a los paseantes caminar con cara de nobles afectados, con aires de dueños del mundo. Entrando y saliendo de las tiendas como de su casa, sin tomarse la molestia de voltear a mirar al personal que los atiende.
Vi a decenas de señoras caminar detrás de sus propios rostros que se les adelantaban unos centímetros al frente empujados por el bótox. Mujeres cuyas mejillas y boca repletas de toxina son su avanzada.
Vi a decenas de adolescentes engullendo crepas gigantes y tomando helados infinitos con una notable voracidad que periódicamente era interrumpida para manifestar su desencanto con esta línea bien ensayada y aprendida: “no son como los de París”.
Observé a esas adolescentes andar frente a mí en grupitos de tres, formando una barricada con sus caderas inmensas, como si estuvieran preparándose para parir diez chamacos.
Y entre las mordidas a la crepa y las quejas porque México no es Europa, apareció, cíclicamente, como si fuera el leitmotiv de un tema musical, la frase: “muero por unas botas Louboutin” o “muero por un trench coat en animal print” o “muero por…” y ustedes inserten la frase que se les ocurra, cualquiera estará bien. Todo es posible, en esos lugares la gente muere por cualquier objeto.
Y el resto -los que no pertenecen a ninguna dinastía de la nobleza- entraban y salían de las tiendas con cara de angustia pero cargados de bolsas. ¿De verdad es necesario?, ¿por qué hay que comprar regalos? No quiero calcular las toneladas de basura que se multiplican por el mundo cada diciembre y cuyo destino es flotar en los océanos junto a la mierda que producimos esta plaga llamada seres humanos.
Antes de que me acusen de amargada, aclaro: no estoy en contra de las celebraciones, al contrario. Creo firmemente que son necesarias para no volvernos locos.
Entiendo los finales de ciclo, comparto la necesidad de cometer excesos, la necesidad de tener un gesto de gratitud. Entiendo las temporadas, lo poco de animal – para mi infortunio- que queda en mí, me permite entenderlo, necesitarlo y disfrutarlo, ¿pero tiene que ser así, a punta de tarjetazos y devastando al planeta?
Ahora bien, supongamos que mi señalamiento sobre el consumo desmedido esté fuera de lugar y que ello no es una muestra de la idiotez humana: concedo.
Pero ¿talar árboles?
¿Habrá alguna especie de tal torpeza suicida que se empeñe en destruir aquello que le da vida? Si hay seres inteligentes en otros planetas y nos observan, seguro se preguntan por qué los pendejazos de los humanos cortamos los árboles que nos proveen de oxígeno.
Hace poco descubrí a unos vendedores de árboles naturales cerca de los Viveros de Coyoacán, donde les he contado que corro regularmente. Me acerqué para preguntar qué tipo de coníferas eran, me dijeron que oyameles. De uno en particular pregunté la edad: “ha de tener unos diez años”. Todavía me duele, los oyameles llegan a vivir más de cien años y son colectores de agua que ayudan a mantener la humedad en el DF.
El ejemplar costaba ocho mil quinientos pesos y me informaron, orgullosos de la calidad de su producto, que me duraría hasta los primeros días de enero. Casi me pongo a llorar.
Trato de entender por qué, la raza humana, autocalificada como la especie superior y más inteligente, corta un árbol que iba a vivir ciento veinte años para llevarlo a morir al interior de su casa atiborrado de insulsos adornitos de plástico.
De verdad, necesito entenderlo. Y necesito también un ponche con tequila o el tequila sin ponche.
Recupero la definición de la RAE acerca del pesebre y no puedo sino pensar que ojalá fuéramos menos humanos y más bestias.
@AlmitaDelia
– 15 de diciembre de 2012
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