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Alma Delia Murillo

08/12/2012 - 12:02 am

Besos que matan III

Después de leer a Mariana y a Bibiana he confirmado mis sospechas: soy una ingenua. Me toca el turno de contarles de mis besos, de mi beso –corrijo–, porque hay sólo uno del que quiero hablar. Estudié la primaria y la secundaria en un internado para mujeres. (Sí, tal vez eso lo explique todo). La […]

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

Después de leer a Mariana y a Bibiana he confirmado mis sospechas: soy una ingenua.

Me toca el turno de contarles de mis besos, de mi beso –corrijo–, porque hay sólo uno del que quiero hablar.

Estudié la primaria y la secundaria en un internado para mujeres. (Sí, tal vez eso lo explique todo). La cosa es que mutar de niña a adolescente en medio de tantos estrógenos es poco menos que desquiciante, aquello eran permanentes trincheras de guerra: chichonas contra planas, cabronas contra tímidas, responsables contra desbocadas, locas contra psicóticas.

Mi trinchera fue siempre la de las responsables, qué hueva. Pero es la firma de la casa, una madre que cría sola a ocho hijos y logra que ninguno se rompa, tiene que ser diabólicamente responsable y formar pequeños adultitos. Así fuimos mis hermanos y yo, cada uno a su manera, cada uno con lo suyo pero todos muy prudentes y cuidadosos. Bendita mi madre que jamás leyó libros de pedagogía contemporánea ni le dio por ser nuestra amiga, ella puso límites y así nos empujó a crecer.

Para mí fue impensable cometer locuras hasta que cumplí los diecinueve y me fui de casa a vivir sola. Eso dijo ella: “me duele que te vayas pero es la ley de la vida, ahora puedes hacer lo que te dé la gana”. Y hasta entonces.

Por eso fue que antes de independizarme me pasé los días tratando de controlar a esas bestias llamadas hormonas que, de haberlas dejado que me dominaran, me habrían inducido a coger con siete de cada diez ejemplares masculinos hasta que mi ciclo de reproducción se cumpliera. Benditos métodos anticonceptivos, también. Porque al César lo que es del César y a Dios nada por represor.

Perdonen las desviaciones, soy dispersa –y hereje–, ya vuelvo. Los dormitorios del internado eran galerones con dos filas de camas cada una a un metro de distancia de la otra: el infierno. Llegó el día en que cumplí trece años. Y que me cambian al dormitorio de las grandes: el infierno en jarabe concentrado. Qué cosa, siento escalofríos nomás de acordarme. En el dormitorio de las grandes había novias, amantes y exploradoras. Y yo, que temblaba en mi cama escuchando y sintiendo de todo.

Las luces generales de los dormitorios se apagaban a las diez de la noche pero yo había conseguido una lamparita para poder leer después de esa hora. Levantaba una tienda colocando mi mochila debajo de las cobijas, prendía mi lamparita y listo. Devoraba los libros que encontraba en mi casa, los que sacaba de la biblioteca, los que dejaban de tarea, los que me prestaban las grandes que no leían un carajo porque sus hormonas calenturientas no les dejaban paz suficiente para concentrarse en texto alguno.

Pues he aquí que una noche se me apareció Adriana, la grande más bonita y más cabrona de todas. Reptó por debajo de las camas hasta llegar a la mía para que no la descubrieran las prefectas encargadas de cuidarnos. Se deslizó entre las cobijas como un anfibio y me preguntó: ¿qué lees, Diccionario Parlante? (entonces me enteré de que así me decían).

Estaba leyendo Chin Chin el teporocho de Armando Ramírez. Las carcajadas que suelto ahora de pensarlo, no sé cómo llegó a mis manos ese título que podría ser calificado de soft porn para una niña de trece.

-¿Ya te has besado con alguien?, siguió Adriana.

– No

-¿Te gusta alguna?

– No

-¿Tienes novio?

– No

-¿Te gusta alguno de los hijos de las prefectas?

– No

-¿Entonces qué chingados haces?

– Leo

Torció la boca y sacó del pantalón de su pijama una bolsa de bombones.

-Te voy a enseñar a besar, me dijo.

Me puso un bombón en la mano, luego me ordenó que cerrara los ojos, que me llevara el bombón a la boca y agregó:

-No lo muerdas, imagínate que estás con la boca del galán de tu libro.

Se quedó junto a mí unos minutos más y luego se fue reptando con sus enseñanzas a otra cama.

A la mañana siguiente me levanté sintiendo que Édgar, el hijo de una de las cuidadoras, me gustaba y me ponía nerviosa. Entonces tuve una gloriosa revelación, una perfecta epifanía: lo mío era la testosterona.

Dondequiera que estés: gracias, Adriana. Ojalá supieras que he gozado tantos besos como libros. Y que me encantan los hombres. Y los bombones cubiertos de chocolate.

@AlmitaDelia

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