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Alma Delia Murillo

20/10/2012 - 12:03 am

Para entender: mezcal, para entender mejor: también

Escribo porque el otoño, porque las palabras, porque siento la vida como un árbol que me rompe el pecho y las costillas para liberar sus ramas. Escribo porque estoy sola, porque estoy acompañada. Escribo por ti pero no, escribo por mí. Escribo como un mantra. Escribo porque el silencio, porque se acerca mi cumpleaños. Me […]

Fotografía del archivo personal de la autora.

Escribo porque el otoño, porque las palabras, porque siento la vida como un árbol que me rompe el pecho y las costillas para liberar sus ramas.

Escribo porque estoy sola, porque estoy acompañada. Escribo por ti pero no, escribo por mí. Escribo como un mantra. Escribo porque el silencio, porque se acerca mi cumpleaños. Me detengo.

Tal vez ésta sea la razón única y verdadera: escribo porque estoy tomando un mezcal. Me he quedado inmóvil de pie frente a la ventana, llevo puesto el mandil que uso para cocinar pero no puedo concentrarme en cortar los pimientos. Y todo porque unos benditos tragos de mezcal me distrajeron.

Ahora escribo desde lejos, mi cocina y mi ventana ya no tienen puerta. Escribo desde mi pequeñez bajo el imponente cielo de la ciudad de Oaxaca, desde ese azul extraordinario, incontenible. Allá fui a enterarme de lo que quiero ser mientras esté viva: quiero ser la que mira. Eso me dije cuando levanté la cara y aquel cielo perturbador me hirió los ojos.

Quiero ser la que mira. Creo que fue en ese momento cuando entendí que sólo hay un camino para transitar la vida: el que duele.

Y miré la ciudad con sus mercados y su gente. Miré hacia arriba y hacia abajo. Anduve entre fiestas, llantos y bailes. Y entendí muy poco, apenas que palpaba un pedacito de México. Apenas que a veces el alma se espesa como un caldo, como una sopa, como la sangre.

Y entonces tomé mi primer mezcal.

Y entendí más: que el cielo es verde y la tierra naranja, que la lengua se duerme y sueña palabras que sólo ella comprende. Que la conciencia se parece a la fiebre. Que México, que la tierra compacta. Que los metales y los gusanos y los magueyes. Que estamos rotos, infinitamente rotos y que es justamente por eso que permanecemos enteros.

Quiero ser la que mira.

Esta ciudad brama, me dije. Esta ciudad es una hembra en celo, pensé. ¿O será mi alma?

Me puse seria, honda, gozosa, cachonda. Es el mezcal, me dije.

Y entonces conocí a un hombre.

Y entendí menos: porque me dijo muy poco a pesar de que yo hablaba sin parar como hago siempre que estoy nerviosa. Porque simplemente me cogió de la mano y me llevó a caminar. Porque me fui con él: yo, la que todo lo controla, la que no se ablanda, la que no pierde conciencia.

Esta memoria es mi crónica personal, íntima, privada: sólo diré que nada reprimimos, que nada nos avergonzó, que nada nos negamos, que nunca me habían besado tanto la cara ni chupado tanto los dedos, que nunca me habían acariciado así las rodillas ni las líneas de las manos, que podría reproducir la fórmula precisa de la química de su saliva con la mía.

Durante más de siete horas fuimos piel, sal, humedad, mis palabras y su silencio. Y una cama inmensa. Y mezcal.

Hasta que se quedó dormido.

Quiero ser la que mira. Lo recorrí con furia, con hambre. Me asomé a sus huesos, a sus pliegues, a sus ojos hundidos, a su ombligo misterioso, a su sexo. Lo exploré, lo ausculté, fui insolente, irrespetuosa, intrusa, insaciable.

Y entonces me fui.

Y entendí más, menos, todo y nada. Tuvo que ser el mezcal, me dije.

Cerré los ojos, reproduje en mi interior el prisma luminoso de su cuerpo. Quiero ser la que mira.

Vuelvo. Aquí están los pimientos esperándome en la cocina. Respiro tan profundo como si en mi interior llevara una cueva de lobos o de serpientes, o las dos.

Y todavía atolondrada, concluyo: el amor y el alcohol son uno mismo, Chavela tenía razón. Les he contado historias desde el vino tinto, el tequila y el mezcal; mis bebidas favoritas. Así que no me crean nada o créanmelo todo.

Sólo me queda agradecerles su paciencia para con mis borracheras, queridos lectores. Y para terminar, lo único que se me ocurre es un cuasi plagio –llamémosle paráfrasis- de Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del licor con que se mira”.

@AlmitaDelia

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