Author image

Jorge Javier Romero Vadillo

21/09/2012 - 12:00 am

Santiago Carrillo y la política razonable

La muerte de Santiago Carrillo ha provocado que, en las muchas necrológicas publicadas durante los últimos días, se vuelva a revisar ese notable proceso político que fue la transición española, sobre todo desde la perspectiva del papel que jugaron las fuerzas de izquierda en la construcción de un arreglo político plural e incluyente, con reglas […]

La muerte de Santiago Carrillo ha provocado que, en las muchas necrológicas publicadas durante los últimos días, se vuelva a revisar ese notable proceso político que fue la transición española, sobre todo desde la perspectiva del papel que jugaron las fuerzas de izquierda en la construcción de un arreglo político plural e incluyente, con reglas claras y aceptadas por los actores relevantes. Muchas veces antes, el cambio de régimen que se dio en España después de la muerte del dictador Francisco Franco ha sido expuesto como paradigma de pacto democrático y se han escrito cientos de páginas al respecto, pero vale la pena volver al tema, desde la óptica mexicana de hoy, cuando la izquierda se polariza y se vuelven a manifestar sus pulsiones radicales y excluyentes.

El papel que jugaron las elites políticas en el cambio español es central. Más allá del contexto económico, sociales e internacional –aquellas condiciones que los marxistas de la época llamaban objetivas–, la subjetividad de los actores, las visiones del mundo, sus percepciones de la situación misma y de sus adversarios fueron cruciales. No basta con que no existan condiciones para que ninguna fuerza pueda mantener su monopolio del Estado para que surja un arreglo democrático; hacen falta también elites dispuestas a pactar, a ceder parte de sus objetivos o de sus intereses en favor de sus adversarios, incluso cuando en el pasado hayan existido diferencias acérrimas. Y eso fue lo que ocurrió en España. Que los dirigentes de la izquierda estuvieran dispuestos a aceptar condiciones de quienes habían sido sus enemigos a muerte, en el sentido literal del término, permitió su inclusión en el nuevo entramado institucional y garantizó la amplia legitimidad social del nuevo régimen. En ello Santiago Carrillo tuvo una actuación destacada.

La izquierda española, sobre todo los comunistas, había vivido una guerra de exterminio, un largo exilio y una represión interna sostenida. No le faltaban razones para detestar a la derecha española y para desconfiar de los personeros que, aunque de una nueva generación, habían trabajado con la dictadura y ahora negociaban la democracia. Había resentimientos ancestrales justificados, desconfianza y enemistad abierta. Por encima de esas condiciones, bastante más dolorosas que un fraude electoral imaginario, Santiago Carrillo advirtió que el futuro de España no pasaba por un triunfo del Partido Comunista que vengara las afrentas del pasado, ni se reducía a un enfrentamiento maniqueo entre las fuerzas del bien y las del mal, sino que dependía del reconocimiento del lugar de los otros en una sociedad compleja, diversa, atravesada por diferencias ideológicas profundas, con distintas maneras de entender la realidad y con intereses contradictorios que debían procesarse sin volver a recurrir a la violencia, como había sucedido cuatro décadas antes.

Carrillo había sido protagonista del enfrentamiento civil, había vivido el exilio y la lucha clandestina de su partido en el interior. Durante la década de 1960 había errado a la hora de considerar las posiciones de quienes querían avanzar por un camino de reformas y propició la expulsión del PCE de los dirigentes que desde dentro de España cuestionaron sus directrices elaboradas en su exilio parisino. Pero a la hora de la verdad, cuando a la muerte de Franco tuvo que decidir sobre el papel que jugarían los comunistas en la transición, a la sazón la principal fuerza de oposición al régimen periclitado, optó por el pacto, lo que incluía abandonar principios defendidos durante largo tiempo, como la forma republicana de gobierno. Con ello el PCE se transformó en la práctica de una fuerza con añoranzas revolucionarias en un partido de la democracia plural, donde ninguna fuerza puede aspirar a controlar al Estado como monopolio; un régimen en que ninguna fuerza lo gana todo, pero tampoco ninguna lo pierde poco.

Se podrá decir que el resultado electoral de la opción pactista de Carrillo no fue bueno. No debe de haber sido agradable para quien creía que sería el líder de una de las fuerzas definitorias de la política española haberse quedado en 1982 sin grupo parlamentario y haber tenido que compartir con el ultraderechista Blas Piñar la bancada mixta del Congreso de los Diputados en aquella legislatura donde los socialistas encabezados por Felipe González se hicieron con la mayoría absoluta. Sin embargo, la actitud de Carrillo durante la transición hizo que la España democrática no se pudiera concebir sin una izquierda vigorosa y actuante y contribuyó a la legitimación amplia de un nuevo Estado, a pesar de que en los márgenes siguieron presentes los violentos irreductible de ETA.

Carrillo es muestra de que el talante democrático implica necesariamente el reconocimiento de que no existe una razón única, sino razones diversas, no siempre conciliables. La democracia no es un régimen racional, como han pretendido serlo los regímenes totalitarios tanto de derecha como de izquierda, sino un arreglo político razonable, falible, donde los objetivos se alcanzan gradualmente y donde se puede errar, pero también se pueden corregir esos hierros. La democracia no es el paraíso de los trabajadores soñado por los comunistas –que la realidad convirtió en un infierno dictatorial– sino un sistema político terrenal, construido por humanos que tienen conocimientos limitados y que no hacen sino aproximaciones sucesivas a un ideal de convivencia siempre mutable.

Los comunistas españoles, bajo la dirección de Santiago Carrillo, hicieron cuentas con el régimen soviético y sus derivaciones, como la revolución cubana o la aberración coreana. Eso les permitió transitar, sin renunciar a su ideal justiciero, hacia el pragmatismo con utopía de la política plural. Buena parte de la izquierda mexicana, en cambio, no ha saldado el tema de la revolución, al menos como aspiración; sigue admirando a la revolución cubana y a los hermanos Castro (los de allá) y en el exceso incluso considera camaradas a la dinastía de déspotas coreanos. No cuestionan los abusos antidemocráticos de Hugo Chávez o las veleidades autoritarias de Correa. Sigue pensando en que el cambio verdadero está por venir en cuanto llegue al poder el salvador de la Patria.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

más leídas

más leídas