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Jorge Javier Romero Vadillo

31/08/2012 - 12:01 am

El tiradero de Calderón

A estas alturas, lo que realmente pasó en la balacera de Huitzilac –municipio ya de por sí tristemente célebre en la historia de México– es lo de menos. Que si emboscada, que si agentes de la CIA, que si error. Sin duda, sería bueno que se esclareciera; no estaría mal que nos enteráramos de cuestiones […]

A estas alturas, lo que realmente pasó en la balacera de Huitzilac –municipio ya de por sí tristemente célebre en la historia de México– es lo de menos. Que si emboscada, que si agentes de la CIA, que si error. Sin duda, sería bueno que se esclareciera; no estaría mal que nos enteráramos de cuestiones tan nimias como si Calderón ha respetado la Constitución y la legalidad en sus pactos con los Estados Unidos para su guerra o si en nombre de la lucha por imponer en el país “la ley de los mexicanos” ha acordado intervenciones anticonstitucionales de fuerzas extranjeras; tampoco saldría sobrando que se supiera si los policías federales que intervinieron en el desaguisado son simplemente unos ineptos o de plano están a sueldo de los delincuentes. Estaría bien conocer todo eso, claro; pero, insisto, saber todo eso ya es lo de menos. Porque lo ocurrido el fin de semana pasado cerca de Tres Marías sólo confirma lo que ya es evidente desde hace tiempo: la estrategia que nos machacan los spots del “gobierno del presidente de la República” ha sido un desastre.

Dice y repite Calderón que su objetivo ha sido imponer la fuerza del Estado sobre la fuerza de los criminales. En teoría se trata de una cuestión de principio, pues la razón misma del Estado es la de ser una organización con ventaja comparativa en la violencia que establece un monopolio de la fuerza sobre la sociedad, para garantizar precisamente la seguridad de sus ciudadanos. Démosle el beneficio de la duda y supongamos que esa ha sido realmente la razón de sacar a las fuerzas armadas a la calle, de militarizar al país y de destinar recursos ingentes a la policía federal. Creámosle que realmente hoy tenemos un gobierno “que se juega el alma” –por brindar seguridad a su población–. Pues si es así, el alma de Calderón y su gobierno ha caminado por el empedrado de las buenas intenciones rumbo al infierno en el que están dejando a buena parte del país. Conste que la alusión religiosa es cortesía del mismo gobierno panista, tan proclive al misticismo.

Si el objetivo de Calderón era realmente reconstruir al Estado y su monopolio de la violencia para que el orden jurídico se convirtiera en el marco real de las reglas del juego de la sociedad mexicana y se redujeran sustancialmente los márgenes de la proverbial impunidad en la que hemos vivido en México, lo ha hecho todo muy mal. Salió a enfrentar a los malos en nombre de la ley sin empezar por aplicar la ley al aparato mismo del Estado. Con ansias de novillero, para apuntarse éxitos rápidos y lucidores, se puso a combatir al crimen organizado con unas fuerzas estatales carcomidas por la corrupción, que habían sido construidas no para aplicar estrictamente la ley sino para negociar con los diversos actores su desobediencia, en función de la fuerza y los recursos de cada cual. La lógica de predominio del Estado mexicano nunca ha sido la legal-racional, sino la de las negociaciones personalizadas, las protecciones particulares y el mantenimiento pactado de la paz social, con amplios márgenes de impunidad y con una justicia al servicio del mejor postor y del que tuviera más capacidad de negociación.

Así, si de lo que se trataba era de que el Estado se convirtiera en un garante del orden basado en la legalidad, la tarea era de cirugía mayor y antes de salir a dar golpes de fuerza había que reorganizar a las corporaciones mismas del Estado. Calderón se apoyó en el Ejército y en la Marina y desmanteló a las fuerzas locales que mantenían el antiguo orden negociado, pero no reformó al Ministerio Público federal, que sigue siendo igual de corrupto, ineficiente y atrabiliario que en los viejos tiempos del autoritarismo priísta, ni buscó realmente el pacto político nacional para que también se reformara la procuración de justicia en las entidades federativas. No tocó tampoco al poder judicial federal, donde la reforma constitucional de 2007 se ha ido aplicando sin prisas y sí con pausas, mientras que no se prodigó en recursos para que los estados la concluyeran con eficiencia. Y si reformó a la policía federal –con el objetivo de convertirla en una policía “de clase mundial”, para usar otro de sus eslogans preferidos– los resultados son a todas luces malos, por decir lo menos, y la manera en la que la llevó a cabo ha sido bastante opaca, como no se cansa de repetir en Instituto para la Seguridad y la Democracia. Una policía federal que se agarra a balazos en pleno aeropuerto de la Ciudad de México o que embosca a un vehículo claramente identificado como diplomático no parece ni muy profesional ni muy honrada que digamos. Para no hablar de que en México, donde legalmente no existe la pena de muerte, saltarse un retén policial o militar significa ser ejecutado sumariamente.

Sin embargo, me temo que el problema es otro. En el fondo del fracaso está en que el objetivo real de Calderón no fue en el origen reconstruir un Estado eficiente y apegado a la ley. Lo que realmente buscaba Calderón al principio era el apoyo del gobierno de George W. Bush para fortalecerse después de haber llegado a la presidencia débil y con una legitimidad precaria. Así, compró la estrategia de la guerra contra las drogas a cambio de una oferta de apoyo que se cumplió precariamente. Lo malo no fue eso, sino que se empecinara en una estrategia errónea y en una guerra fallida, lo que lo hizo quedar como rehén de las organizaciones estatales norteamericanas y mexicanas que viven precisamente de la prohibición y que no pueden siquiera contemplar un cambio de política porque ello las llevaría a convertirse en obsoletas. Mientras en todo el mundo se ha abierto la discusión sobre la necesidad de abandonar la prohibición por su ineficacia y por los muchos males colaterales que provoca, Calderón actúa en los spots de su último informe de gobierno el papel del gran estadista incomprendido, pero no puede ocultar debajo de la alfombra el tiradero de muertos y desorden que deja a su salida.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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