Jorge Javier Romero Vadillo
20/07/2012 - 12:01 am
AMLO ¿lastre o activo para la izquierda?
El editorial de El País del domingo pasado de inmediato suscitó respuestas. No sólo la antigualla de susceptibilidad nacionalista con la que el aludido López Obrador salió al paso de la opinión del periódico español, sino múltiples reacciones entre la hueste enardecida, algunas serias y razonadas, las más desaforadas, al uso de estos tiempos revueltos […]
El editorial de El País del domingo pasado de inmediato suscitó respuestas. No sólo la antigualla de susceptibilidad nacionalista con la que el aludido López Obrador salió al paso de la opinión del periódico español, sino múltiples reacciones entre la hueste enardecida, algunas serias y razonadas, las más desaforadas, al uso de estos tiempos revueltos de malestar post electoral.
El clima de estos días es poco propicio para la reflexión sosegada y que pretende sustentarse en bases sólidas. Baste ver la andanada de invectivas que provocó mi artículo de la semana pasada, donde sólo quise ilustrar con la información empírica conocida el impacto real de la compra de votos sobre la libertad de los electores. No pretendía justificar la práctica, ni mucho menos creo que no se le deba denunciar y perseguir jurídicamente. Sólo planteaba con base en investigaciones académicas rigurosas lo endeble de la impugnación de la elección a partir de la supuesta violación de la libertad de sufragio que la compra masiva de votos pudo significar. Estoy convencido que la argumentación de López Obrador y su coalición “no vuela” como dicen los abogados en su jerga particular; y lo peor del caso es que los mismos demandantes lo saben, pero se han embarcado en una demanda que saben perdida de antemano con el objetivo político de negociar al final su desobediencia, en la mejor tradición mexicana, donde la ley se sabe maleable y se usa la rebeldía en el filo de la navaja para hacer avanzar intereses particulares. Así se ha hecho siempre en México, aunque algunos crean que su protesta se hace para fortalecer la legalidad, cuando en la practica lo que hacen es contribuir a la proverbial desconfianza nacional respecto al orden jurídico.
Es en ese terreno donde la cuestión de si López Obrador es un lastre o un activo para la izquierda mexicana adquiere relevancia. No se trata simplemente de descalificar al líder por mera antipatía, sino de evaluar cuál es la ruta estratégica que puede resultar ventajosa para la izquierda mexicana que, una vez más, se ha quedado cerca pero no ha podido ganar la presidencia. Con buen sentido, una inteligente periodista lejana al fanatismo que impera hoy en muchos, pero partidaria abierta de López Obrador, cuestionaba el aserto de El País diciendo que cómo iba a considerarse un lastre a un candidato que en dos ocasiones había llevado a la izquierda a porcentajes tan altos de votación y había estado a punto de ganar, si no es que en 2006 había ganado y le habían realmente robado la elección. Visto así, en efecto AMLO parece el capital político más importante de una corriente política sustantiva de la vida mexicana.
Sin embargo, hay otra forma de entender el papel que López Obrador jugó en 2006 y el que ahora podría jugar. Hasta el momento, es cierto, su inconformidad se ha manejado en el marco de los causes legales establecidos para cuestionar la elección; su protesta es legítima, aunque juegue en el filo de la navaja con los grupos más radicales que en nombre de la defensa de la democracia amenazan con impedir la toma de posesión de quien ganó la mayoría de los votos. El problema es que hace seis años no fue así y con base en falsedades simples y llanas, como la invención de un algoritmo despiadado, la pretendida desaparición de tres millones de votos o imaginarios rellenos de urnas, provocó que una parte importante de la sociedad desconociera la validez de los comicios que había perdido. Entonces ya, como ahora, achacaba su derrota a las malas artes de los otros y no a sus propios errores. Y durante seis años en los que estuvo en abierta campaña no se detuvo a examinar las razones por las cuales había perdido entre febrero y julio de 2006 la holgada ventaja con la que había arrancado en aquel proceso. No se cuestionó su propio tono rijoso, ni sus descalificaciones sumarias, como aquella de que los empresarios mexicanos eran delincuentes de cuello blanco –con la excepción de los que lo apoyaban– ni sus admoniciones contra las clases medias formadas por “pirrurris”. Su pérdida de popularidad se la atribuyó toda a la campaña negra de los spots que lo tildaban de un peligro para México.
Quienes ven hoy a López Obrador como un activo valioso no se han detenido a hacer un balance de las razones por las cuales su candidato partió en esta contienda en tercer lugar; sólo atribuyen a sus atributos personales la manera en la que remontó y se acercó a Peña Nieto, en el que no ven más que un engendro de la construcción televisiva. No reflexionan sobre el hecho de que las candidaturas exitosas son fenómenos de opinión pública que se forjan de diversas maneras, pues si todo lo pudiera la tele en 1988 Cuauhtémoc Cárdenas no hubiera existido.
Tengo para mi que es indispensable que en la izquierda se abran paso las voces autocríticas que evalúen los costos que han tenido las estrategias en el filo de la navaja de la ruptura institucional desde 1988. Entonces, en condiciones electorales mucho más inequitativas y controladas, el candidato de la izquierda en eclosión, nutrida de la escisión del PRI, obtuvo el 31% de los votos reconocidos. Después de una estrategia radical de confrontación y rechazo de la negociación, el PRD recién nacido obtuvo en las elecciones de 1991 apenas el 8% de la votación y no fue sino en 1997 cuando volvió a convertirse en una fuerza competitiva, aunque no pudo ya capitalizar la aspiración al cambio de la sociedad mexicana finisecular y le dejó esa tarea al PAN. De nuevo, en 2006 la fuerza electoral de la izquierda fue notable, aunque López Obrador perdió en el camino los votos de muchos electores independientes que lo vieron con recelo. Su estrategia de confrontación regresó a la izquierda al tercer lugar en la elecciones de 2009 y sin duda le costó la posibilidad de ganar en las pasadas presidenciales.
Lo que está en juego hoy es si la base electoral que sin duda ya tiene la izquierda puede crecer entre los electores que sin ideologías rígidas acaban definiendo los proceso electorales. Para ello es necesario que en la izquierda se abra paso la convicción de que las elecciones realmente existentes, con todas sus imperfecciones, son un camino transitable para acceder al poder y que se relegue la idea, defendida hoy por amigos entrañables, de que sólo habrá elecciones libres cuando se acabe con la pobreza y la desigualad, porque de esa idea sólo se pueden sacar conclusiones peligrosas.
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