Alma Delia Murillo
14/07/2012 - 12:02 am
Intelicidio
Cuando estoy en público pretendo que soy normal, pretendo que soy una persona sana. La verdad es que soy idiota y que estoy muy enferma. También finjo que les creo a los otros que son inteligentes y saludables. Pero no, todos incubamos esta enfermedad degenerativa y somos idiotas que habitamos el cuerpo sin ninguna consistencia […]
Cuando estoy en público pretendo que soy normal, pretendo que soy una persona sana. La verdad es que soy idiota y que estoy muy enferma.
También finjo que les creo a los otros que son inteligentes y saludables. Pero no, todos incubamos esta enfermedad degenerativa y somos idiotas que habitamos el cuerpo sin ninguna consistencia espiritual o intelectual digna para perpetuar a la raza humana, somos peso muerto.
Sí, es un hecho que tenemos la cabeza repleta de datos pero son sólo eso: datos que no podemos procesar.
No se sabe bien (el colmo de las ironías para una civilización sobreinformada) cuándo comenzó esto. Hay quienes afirman que trasladamos la energía del pensamiento a los objetos, se aventuran a afirmar que provocamos el misterioso salto cuántico. Hay teorías sobre la mutación del código genético a partir de la alimentación sintética que hemos practicado durante décadas y también están los incorregibles creyentes que sólo pueden ver en esto un castigo divino. Lo que sea, igual nos vamos a morir como ya hemos visto morir a millones: nos vamos a morir de vacío, de esclerosis múltiple, de obesidad descomunal y de colapso cerebral. Nos vamos a morir con los cuerpos blandos después de convulsionar frenéticamente, más idiotas que un pollo degollado, bañados en nuestras propias deyecciones y con la boca tirando hilos de baba.
Yo aún conservo el sentido del humor, sé que es un remanente de la poca inteligencia humana que me queda. Conservo el sentido del humor pero no el control absoluto de mis músculos, ese fue el primer síntoma: empecé a confundir la izquierda con la derecha, a tirar la taza de café porque de pronto se volvió tan pesada que no pude sostenerla, mis dedos comenzaron a teclear en el aire, a escribir palabras en el aire sin control. He visto a otros igual que yo, los he visto disimular manteniendo las manos pegadas al cuerpo pero sin poder evitar que sus dedos tecleen febrilmente todo lo que están diciendo, incapaces de tomar un vaso de agua, de levantar la cuchara, de limpiarse el culo. Así estamos todos.
Mis ataques de risa son espectáculos aberrantes: parezco una bestia que sufre y se convulsiona cuando en realidad estoy gozando al reparar en el gran chiste que somos, lo logramos: el refrigerador que reina en nuestras cocinas es más inteligente que nosotros, ni qué decir de los edificios, teléfonos móviles, autos, puertas, urinarios y cagaderos: todos inteligentísimos, infinitamente más inteligentes que nosotros y capaces de autorregularse. Y la red es, ya se sabe, la fuente de sabiduría universal, el conocimiento supremo, el origen de la vida, todo. Me pregunto quién consultará a la red cuando no quede nadie.
El primer brote nos dejó paralizados: nos conmocionamos ante el caso de un niño de ocho años que colapsó en los baños de su escuela porque, cuando se miró en el espejo, su cerebro no pudo distinguir si se veía a sí mismo, veía una pantalla de computadora, una proyección de realidad aumentada o qué. Esa confusión sumada a la complejidad de mandar la orden de control de esfínteres provocó tal descarga eléctrica que noqueó al niño en minutos. Lo levantaron con las extremidades torcidas, los ojos en blanco, cubierto de su propio excremento. El espanto. Lo que nunca imaginamos fue que el caso se repetiría en todas las escuelas del país con una velocidad alarmante. Y que luego alcanzaría a los adolescentes, a los adultos, a todos.
Los más viejos parecen estar a salvo. Se especula que es porque practicaron motricidad elemental durante toda su vida y porque saben distinguir la realidad virtual de la realidad verdadera y son un segmento que no practica las experiencias “second life”. Aunque ya veremos, nadie se atreve a asegurar nada todavía. También se mantienen sanos los pocos recién nacidos que algunas madres lograron parir antes de colapsar, pero esos bebés no van a sobrevivir sin padres, todos lo sabemos, no hay esperanza.
Me divierto repasando los diversos conceptos que utilizan para referirse a esto, conceptos eufemísticos y respetuosos de nuestros derechos humanos, que a estas alturas, son la cosa más simpática del universo porque ni modo que les exijamos a los objetos que nos devuelvan la inteligencia o los vamos a llevar a la Corte Internacional de Justicia…
La única forma de decirlo es esta: nos estamos muriendo de idiotez. Somos imbéciles clínicos rodeados de la tecnología más sofisticada de la historia.
Miro la televisión: no hay nada nuevo, ni un avance, ni una cura, nada, ya nadie puede pensar bien, literalmente. Siento venir otra crisis convulsiva. Es que no puedo sino reír a carcajadas recordando que alguna vez nos consideramos la especie más inteligente y evolucionada del planeta.
@AlmitaDelia
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