Jorge Javier Romero Vadillo
06/07/2012 - 12:01 am
El malestar en la elección
Esta fue la primera campaña electoral, desde que tengo derecho al voto, en la que a pesar de estar en México no participé ni como activista de un partido, ni como candidato ni como funcionario electoral. En 1979 hice campaña por el Partido Socialista de los Trabajadores; en 1982 fui entusiasta de la primera campaña […]
Esta fue la primera campaña electoral, desde que tengo derecho al voto, en la que a pesar de estar en México no participé ni como activista de un partido, ni como candidato ni como funcionario electoral. En 1979 hice campaña por el Partido Socialista de los Trabajadores; en 1982 fui entusiasta de la primera campaña del Partido Socialista Unificado de México, aquel intento de superar el sectarismo de la izquierda que llevó al Partido Comunista a fusionarse con otros grupos, entre ellos el Movimiento de Acción Popular, al que me uní después de mi expulsión del PST; en 1985 hice campaña con Adolfo Sánchez Rebolledo, candidato a diputado federal en el distrito 36 de la Ciudad de México, también por el PSUM; en el mítico 88 era militante del Partido Mexicano Socialista, nuevo proyecto unitario de la izquierda, que postuló a Heberto Castillo para presidente pero que finalmente retiró su candidatura para sumarse al aluvión favorable a Cuauhtémoc Cárdenas.
Participé en las protestas posteriores a la elección, pero me alejé del movimiento del ingeniero en buena medida porque pensé que el empecinamiento en no reconocer al nuevo gobierno, al tiempo que se asumían las muchas diputaciones y las posiciones en el Senado conseguidas tenía algo de esquizofrénico y que llevaría, como ocurrió, a no aprovechar la fuerza adquirida para convertir a la izquierda en la principal oposición y en la referencia indispensable para la reforma política que necesariamente se tendría que producir.
Después de eso viví muchos años fuera de México y cuando volví me dediqué de lleno a construir Democracia Social, partido del que fui dirigente y candidato en 2000, cuando postulamos a Gilberto Rincón Gallardo a la presidencia. Nos faltaron 20 mil votos para alcanzar el registro, por lo que conozco la frustración de perder apenas. En 2003 me encargué de la comunicación de México Posible y en 2006 fui funcionario del IFE en una posición que me permitió ver de cerca las entrañas de todo el proceso electoral. Entonces fui testigo de cómo se montó el mito del fraude en las casillas electorales: que si un algoritmo, que si dos millones de votos desaparecidos. También fui testigo e incluso partícipe en algunos de los errores de comunicación del instituto, que abonaron a la desconfianza. En 2009 –después de que una pandilla de hampones, ahora conspicuos apoyadores de Enrique Peña Nieto, nos echó a golpes de Alternativa Socialdemócrata a quienes defendíamos un proyecto de izquierda autónomo con identidad propia– promoví activamente el voto nulo por todo el país, para llamar la atención sobre la cerrazón del sistema político que ha conducido a una partidocracia.
Así, algo he visto de procesos electorales mexicanos. Y en todas partes he visto sus vicios y sus miserias. También he sido testigo del enorme avance que ha significado que ahora los votos de la gente se cuenten. Es verdad que las maneras de conseguir que sean por uno u otro candidato tienen múltiples vicios, que se reproducen en el caldo de cultivo de la ignorancia y la miseria, como también en el de la manipulación a partir de promesas de campaña más o menos fantasiosas. Y sé también, porque he sido testigo de ello de manera directa, que ninguna de las fuerzas políticas se limita a la hora de utilizar dádivas, promesas de beneficios sociales o mentiras a cambio del voto. Sin duda los especialistas son los del PRI, pero ninguno tiene las manos limpias.
Pero hoy las elecciones mexicanas están lejos, muy lejos, no sólo de aquellas elecciones inventadas desde el poder a las que concurrían ciudadanos autómatas, de las épocas de Juárez o Díaz y que tan bien describe Emilio Rabasa, sino también de las de hace algo más de dos décadas, en los tiempos del fraude patriótico o de la caída del sistema que permitió que Carlos Salinas no desmereciera y aparentara tener más del cincuenta por ciento de los sufragios. Tampoco estamos en los tiempos en los que el PRI hacía campaña con recursos públicos sin límite, con comisionados de las dependencias públicas y con los medios electrónicos realmente a su servicio incondicional. Lo que queda hoy de utilización de los programas gubernamentales para coaccionar el voto son apenas resabios y la compra, que se hace o se intenta, resulta una estrategia muy poco eficiente, por la dificultad de comprobar el cumplimiento del contrato y por lo caro que resulta frente a otros recursos más modernos.
Sin duda nuestras elecciones están muy lejos de ser la concurrencia de ciudadanos plenamente informados que eligen entre candidatos que proponen soluciones viables y contrastan proyectos en procesos de deliberación pública. No creo que ninguna elección en el mundo sea ideal, pero sé perfectamente que en México la desigualdad social gravita de manera crucial en los comicios y que los partidos construyen sus estrategias con base en ella. Con todo, creo que hoy tenemos un método razonablemente aceptable, aunque perfectible, para definir quiénes acceden al poder.
Desde luego que defiendo el derecho a impugnar de quienes tengan argumentos para ello. Creo que, más allá de exabruptos, hasta ahora las cosas se han movido en los márgenes de lo razonable. Pero también estoy convencido de que en 1988 y 2006 el empecinamiento y la obcecación convirtieron victorias de la izquierda en derrotas. Mucho mejor sería que el segundo lugar en la Cámara de diputados sirviera para obstaculizar la contrreforma que ya se perfila, aupada por el PAN y el PRI, con la intención recortar la representación y crear un sistema bipartidista, y para avanzar en cambios legales que hagan que las violaciones a los topes de campaña tengan consecuencias sobre los cargos electos, al tiempo que se mejoran las normas para obstaculizar la compra y la coacción de votos. Materia para reforma política vaya que hay y para la acción de una izquierda que, empero, corre el riesgo de volver a ser derrotada por sí misma.
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