Alma Delia Murillo
16/06/2012 - 12:01 am
Una falla en el sistema
Me llamo Cristina y este es mi último deseo: váyanse todos a la mierda. O no vayan, la mierda llegará a ustedes, inevitablemente. Quiero hacerles un favor, si piensan que siempre hay un mañana, están absolutamente equivocados: siempre hay un sistema que se traga todos los mañanas posibles. Voy a contarles mi historia. Lo hago […]
Me llamo Cristina y este es mi último deseo: váyanse todos a la mierda.
O no vayan, la mierda llegará a ustedes, inevitablemente.
Quiero hacerles un favor, si piensan que siempre hay un mañana, están absolutamente equivocados: siempre hay un sistema que se traga todos los mañanas posibles.
Voy a contarles mi historia. Lo hago por si acaso hubiera un ser humano sensato que quiera aprender de ella.
Hoy me levanté tarde. Mi teléfono celular que hace las veces de alarma simplemente no sonó; cuando desperté y lo miré, había, sobre la pantalla blanca, un recuadro con la leyenda: “Error de programación”. Llevo más de diez años levantándome con este método. Supongo que mi sistema circadiano ya se arruinó y no puedo despertar por mí misma. Empezamos mal, me dije.
Salté de la cama y me di un baño con agua fría porque la pinche llave del agua caliente no funcionó. Luego corrí a la cocina a preparar un café, sorpresa: mi cafetera eléctrica se descompuso y no tengo ni una maldita olla para calentar el agua directamente sobre el fuego. No empezamos mal, sino de la verga, me dije.
Motivada por un estoicismo masoquista, subí al auto sin haber tomado una taza de café y me encontré con un tráfico apocalíptico: el sistema de semaforización se atrofió, tronó, kaputt, valió madres. El espectáculo de estupidez y bestialidad que dimos los conductores será un hito en la historia de esta ciudad, sin duda. Me tomó tres horas llegar a la oficina. ¿Por qué no abandoné el auto y me eché a caminar hacia algún sitio?, ¿por qué perseveré para cumplir con la tarea y llegar a la oficina?, ¿qué más me daba que me descontaran un miserable día de salario? Soy una gran pendeja, me dije, cuando llegué a la imponentemente alta y fea torre donde trabajo.
¿Adivinan? El lector de huellas digitales que permite el ingreso y controla la hora de entrada estaba fuera de servicio. Había una larga fila de otros idiotas responsables anotando su nombre en una antigua libreta de papel, de esas donde antes se escribía todo. Lerdos y poco habituados a los trazos con pluma, fuimos increíblemente lentos. Esperar mi turno para registrarme fue como estar en la antesala del infierno.
En mi cubículo hice milagros para reponer el tiempo perdido por haber llegado tarde. A la hora de la comida salí al cajero automático del banco más cercano, necesitaba efectivo. Por eventos como el que voy a relatar ahora sé que existe una inteligencia suprema en el universo, una inteligencia culera y perversa que se empeña en arruinarnos la existencia. Seguí todo el procedimiento picando botoncitos y el sistema hizo gala de sus miserias: el cajero no emitió los billetes y se tragó mi tarjeta.
De inmediato llamé al número telefónico de servicio a clientes y fue una de las peores experiencias de mi vida. Me atendió el hombre de cromañón que, con grandes dificultades, pudo construir una frase para decirme una y otra vez que lamentablemente mi cuenta y mi tarjeta no eran de su institución bancaria y que no podía ayudarme aunque había sido una falla en el cajero automático de su podrido banco el que me tenía en esa situación.
Entonces llamé a la respetable institución bancaria donde tengo mi cuenta y todo fue a peor. Me atendió la mujer de cromañón y entre gruñidos me explicó que, aunque mi cuenta estaba dada de alta en su reputo banco, el cajero automático era de otro y eso los eximía de cualquier responsabilidad. Todo antecedido por ese estribillo de corifeo griego que anuncia la tragedia: “lamentablemente”.
Hubiera seguido atrapada en ese laberinto de no ser porque se cayó la red de comunicación de mi infame compañía telefónica y ya no pude continuar con las llamadas.
Regresé a la oficina y no hice nada el resto de la tarde. ¿Quién puede trabajar en semejantes condiciones?, ¿no debería haber un permiso de incapacidad cuando se llega al límite de la cordura?
Cuando por fin dieron las siete de la noche, esperé unos minutos para que la abominable plaga de trajeados que satura las rutas de salida despejara el área. Llegué al elevador y respiré aliviada por no tener que intercambiar con nadie frases amables e idiotas del tipo “apenas es martes” o “¿ya a descansar?”.
Y de pronto me desplomé en caída libre: el elevador descendió seis pisos de un tirón y se quedó atorado en medio de la oscuridad. Traté de mantener la calma, presioné el botón de emergencias varias veces y sólo respondió una grabación automática. Busqué mi teléfono pero se había quedado sin señal, no tenía manera de pedir auxilio. Esperé cinco minutos, diez, veinte. Nada.
En mi desesperación sólo atiné a soltar como en un rezo infinito todas las groserías que conozco. Yo creo que el Diablo me escuchó porque de pronto el elevador comenzó a moverse lentamente y la puerta se abrió en el primer piso. Así nomás, de milagro.
Bajé por las escaleras los dos niveles que quedaban para llegar al estacionamiento y entré al auto. Seguí gritando y maldiciendo. Pero esta vez el Diablo hijo de puta me abandonó: la pluma automática no se levantaba y yo no podía salir. Grité más, maldije peor, escupí. Apareció un señor uniformado que debía ser personal de vigilancia y me dijo: “no se enoje, señorita, se va a poner fea”. Me invadió un odio tan profundo hacia él y sus palabras que me sentí avergonzada. Por fin había un ser humano dispuesto a ayudarme y a mí me irritaba su presencia. Guardé silencio.
El vigilante sacó una llave arcaica, de esas metálicas con dientecitos y la introdujo en una cerradura lateral de la pluma y la pluma se levantó.
Lloré durante todo el trayecto, los semáforos funcionaban parcialmente. El tráfico era una invitación al suicidio. Entonces me miré en el espejo retrovisor, miré las filas de coches que me rodeaban. Estábamos todos ahí, inmóviles como pequeñas ballenas varadas sobre el asfalto. Rodeados de cables, de anuncios espectaculares y de tristeza. Solos y quietos, aferrados a la falsa seguridad del interior de nuestros autos.
Y me puse a pensar en que me gustaría tener la mirada clínica del espejo retrovisor, él no es un cursi, solitario ni resentido como yo. Contempla este paisaje miserable y no le duele.
¿Qué estás pensando? Suicídate, me dije.
Y eso es lo que voy a hacer.
Cuando llegue a casa, espero que ningún sistema falle para que pueda entrar, cerrar la puerta y suicidarme en la intimidad de mi hogar con el infalible método de cortar las venas de un tajo hondo y definitivo. Vivo sola, nadie va a impedirlo.
Así que, no importa que no me lo agradezcan, este es el verdadero favor que les hago: a partir de hoy cuenten un ser humano menos, un organismo menos cuya ausencia permitirá disminuir la producción de bióxido de carbono en el aire y aligerar la carga de mierda en las tuberías. A partir de hoy cuenten una variable menos en las fallas del sistema.
Y si alguien quiere vengar mi memoria, escupa en las instalaciones de la institución bancaria de su preferencia.
@AlmitaDelia
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