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Jorge Javier Romero Vadillo

04/05/2012 - 12:01 am

Peña Nieto y la nostalgia del antiguo régimen

Uno de los lugares comunes más repetidos en la opinión pública, expresada en las redes sociales, los mentideros e incluso entre los articulistas y comentaristas de los medios formales, es que Peña Nieto no tiene propuestas. En realidad es un tópico que se le achaca a todos los candidatos y a los partidos. Es verdad […]

Uno de los lugares comunes más repetidos en la opinión pública, expresada en las redes sociales, los mentideros e incluso entre los articulistas y comentaristas de los medios formales, es que Peña Nieto no tiene propuestas. En realidad es un tópico que se le achaca a todos los candidatos y a los partidos. Es verdad que las propuestas no suelen ser el eje de las campañas electorales y que las ofertas genéricas y vagas abundan, mientras que los mecanismos concretos para alcanzar los objetivos ofrecidos suelen escasear, pero no es cierto que no haya propuestas diferenciadoras, algunas claras y contundentes.

Quadri, por ejemplo, se sacó el manual del perfecto neoliberal y ofrece aquí y allá privatizar todo; una lectura apresurada de Hayek y a proponer, convertido en una copia sin talento de Vargas Llosa. También Josefina y Andrés Manuel han soltado por aquí y por allá elementos de su oferta, aunque en el caso del segundo se trata más de proposiciones negativas: no a esto, no a aquello, mientras que la oferta central que le hace a los electores es su propia virtud y la de su equipo, presentados como los regeneradores morales de una vida pública envilecida. De acuerdo con su visión, los problemas nacionales se resolverán tan sólo con que lleguen los bueno –él y los suyos– al poder y lo limpien de corrupción. La candidata, por su parte, ofrece aquí y allá lo mismo de Calderón, pero diferente, y es precisamente en su incapacidad para explicar en qué consisten las pretendidas diferencias donde radica el atasco de su campaña, poco convincente e incapaz de despertar entusiasmo alguno.

Peña Nieto, en cambio, ha hecho al menos una propuesta contundente. Además de mostrarnos su recorrido turístico, comentado con los tópicos más comunes sobre la idiosincrasia de cada estado, Peña se ha comprometido a reducir el número de diputados a 400, con lo que según él se ahorraría dinero y se ganaría en eficacia gubernamental.

No es menor la oferta. Y desde luego que, en la medida en la que el poder legislativo ha sido culpado una y otra vez del empantanamiento político y económico por los medios de comunicación –al grado de que los diputados y senadores son valorados por la sociedad peor que los policías­–, se trata de una propuesta que puede ser popular. No pasa un día sin que en los periódicos o en la televisión se critique el gasto excesivo de los diputados, o su ausentismo, o las protestas de los opositores, cuando no se hace escarnio de la conducta de tal o cual representante. No falta el comentarista que exhibe su propia ignorancia y clama que los diputados apodados plurinominales no fueron votados por nadie y emprenda campañas para promover su desaparición.

Hay en esos clamores una fuerte nostalgia por la vieja forma de gobernar, la de la unanimidad de otros tiempos, en los que la voluntad presidencial se traducía automáticamente en ley o en cambio constitucional. A los diputados y senadores de entonces se les achacaba que sólo servían para levantar el dedo a favor de las iniciativas presidenciales. Ahora se les reclama que no lo hagan y se les culpa de entorpecer las llevadas y traídas “reformas estructurales” que supuestamente resolverían todos los males de nuestra vida social.

Sin embargo, es precisamente en el poder legislativo donde se manifiesta el gran avance democrático que ha vivido México. Es ahí, en las cámaras del Congreso, donde la pluralidad de la sociedad mexicana se representa, variopinta como el país mismo. Ahí se refleja la desigualdad, la catástrofe educativa, la falta de cohesión social. No falta quien quisiera que en las cámaras mexicanas hubiera ciudadanos suecos, pero si alguna ganancia ha tenido la vida política mexicana en los últimos años ha sido que buena parte de la sociedad –lamentablemente no toda– está representada a través de diversos partidos, con diferentes corrientes en su interior.

El problema no está en la pluralidad, sino en la forma en la que ésta se procesa en un régimen presidencial, donde no existen incentivos claros para formar coaliciones estables. Pero eso de tener que pactar para formar una mayoría a partir de compromisos de gobierno negociados no es lo de Peña. Él lo que quiere es una mayoría artificial; menos diputados y una cláusula de gobernabilidad que sobrerrepresente al partido con más escaños para facilitar la voluntad presidencial.

Peña y el PRI echan de menos los viejos buenos tiempos cuando no se tenía que lidiar con diputados y senadores díscolos y toda la diversidad nacional cabía en los tres sectores del partido prácticamente único. Lo malo es que de ganar podría sacar adelante su propuesta y cumplir porque en el PAN hay también quienes quisieran un sistema de representación recortada que favoreciera el bipartidismo tan anhelado por sus padres fundadores. La vuelta atrás al antiguo régimen, sin esa izquierda que afea tanto el panorama político del país. Lo malo es que enfrente no hay nadie proponiendo un régimen diferente, para hacer gobernable la pluralidad tan denostada.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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