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Alma Delia Murillo

14/04/2012 - 12:02 am

Lenguaje corporativo

Otra vez vengo a quejarme, ya sé que soy un dolor de muelas pero no voy a renunciar al remanso de la queja. Tampoco me dejaré seducir por la doctrina positiva de la televisión: “¿Tienes el valor o te vale?” o “¿Tienes iniciativa? si no hay propuesta, no te quejes”. ¿Por qué no? Quejarse está […]

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

Otra vez vengo a quejarme, ya sé que soy un dolor de muelas pero no voy a renunciar al remanso de la queja. Tampoco me dejaré seducir por la doctrina positiva de la televisión: “¿Tienes el valor o te vale?” o “¿Tienes iniciativa? si no hay propuesta, no te quejes”.

¿Por qué no?

Quejarse está bien. Yo me quejo porque me duele y me duele porque estoy viva. Es así.

Una vez justificada mi neurosis, prosigamos.

No sé si ustedes lo sepan pero hay un mundo lejano, terrible y casi mitológico llamado Oficina. En Oficina hay reglas para todo: reglas explícitas, implícitas, intravenosas, vaginales y rectales. Reglas. Reglas para la forma de sonreír, de mirar, de vestir, para elegir un regalo, para entrar y salir por una puerta o la otra, para comer, para dosificar la intensidad con que la vida debe afectar las emociones, para el uso de los elevadores y las escaleras, para regular el corto de la falda, controlar el vínculo afectivo que se establece con los otros, para presumir la marca del reloj, para seleccionar la escala de grises de los trajes,  la escala de azules de las camisas y la escala de negros de las conciencias.

Reglas para absolutamente todo. Y el lenguaje no podía ser la excepción.

Si, por ejemplo, un compañero se enfrenta al inmenso dolor de la muerte de su padre, debemos decir: “lamentamos la sensible pérdida de…”

Si se está de acuerdo con alguna aseveración, no se debe pronunciar un sí o simplemente asentir con la cabeza, debemos decir “es correcto”.

Hagamos algunos ejercicios:

“¿Hay un error en el reporte?” – “Es correcto”

“¿Tienes hambre?” – “Es correcto”

“¿Ya nos llevó la chingada?” – “Es correcto”

Ahora repasemos los usos corporativamente aceptados de los diminutivos.

Debemos pronunciar el nombre de nuestros compañeros en un tono meloso, infantil o viperino –según se necesite–  de las siguientes maneras:

“Luisito” con entonación de “grandísimo huevón” para el compañero del departamento de Sistemas.

“Irmita” con entonación de “cómo te odio, vieja maldita” para la gerente de Recursos Humanos.

“Claudita” con intención de “estás bien sabrosa” para la joven y guapa compañera del departamento que sea.

Para despejarse de las preocupaciones y las costumbres de Oficina, se puede salir a tomar un café de la marca de la Melusina, hada, sirena, serpiente verde con estrellitas o lo que sea que represente ese engendro de logotipo. En tal cafetería podemos sentirnos como en casa, quiero decir, como en Oficina.

Una persona amable y autómata nos preguntará:

“¿Cómo estás hoy?”, “¿qué vas a tomar hoy?”, “¿te ofrezco un pastelillo para acompañar tu bebida hoy?”.  Y finalmente: “¿cómo te voy a cambiar el nombre hoy?”

Yo responderé claro y fuerte, “Alma”

Y escucharé “café del día para Alan”

Y no sólo lo escucharé. Lo leeré en el cartoncito tan ecológico, tan ecochic, tan ecoclasemediero y ecopendejo que cubre el vaso: “Alan”.

Y algún día les tomaré la palabra y cambiaré de nombre y de sexo. Mientras ese día llega, seguiré quejándome porque me duele profundamente este remedo de lenguaje que da fe de nuestras miserias, de nuestro intento desesperado por mantenernos a salvo de la vida refugiándonos en infinitas mentiras, reglas y prótesis.

 

Alan

@AlmitaDelia

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