El destino visto desde una tormenta de nieve

28/03/2012 - 12:01 am

Que Schopenhauer —quien incluso veía en el crecimiento de las plantas una forma de persistencia en su propio ser, es decir, una forma activa de la voluntad—, escribiera un tratado sobre el destino es, por decir lo menos, una sutil paradoja. Para él: “todo cuanto sucede tiene lugar, sin excepción, bajo la más estricta necesidad”, incluso el azar no es sino un mero instrumento, pues al final de la vida, un individuo puede observar “un todo en armonía consigo mismo”.

El destino, visto por Schopenhauer, es una forma casi autista de la voluntad, pues cada uno “persigue y consigue lo que más le conviene desde un punto de vista individual, aún cuando no pueda rendir cuentas a ese respecto ante sí mismo”. Una unidad indescifrable pero ineludible entre lo aleatorio y lo necesario parece confabularse para que cada individuo tenga lo que quiera tener, y no sólo eso, sino que al tener lo que se desea, también damos a los demás lo que necesitan y les es propio: “todos los ensueños de la vida se hallan tan artísticamente entrelazados unos con otros que cada cual experimenta cuanto le resulta provechoso, cumpliendo, al mismo tiempo, con aquello que necesitan los demás”.

Podría sonar esperanzador, pero no necesariamente lo que queremos y ofrecemos a los demás son ejercicios de bondad. Borges, en el cuento que prefiero entre todos los suyos, “Deutsches Requiem”, supo verlo muy bien: “En el primer volumen de Parerga und Paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas”.

Esta íntima teleología que nos coloca en el lugar de la divinidad —pues cada uno decide el destino propio y el ajeno con los movimientos de su carácter—, aparece retratada con enorme precisión en el relato: La tormenta de nieve de Lev Tolstói, traducido por la excepcional Selma Ancira y traza de corrido una línea de acontecimientos que parecen a la vez prefijados por el destino y decididos al paso por los protagonistas. La anécdota es muy sencilla: un viajero parte de “una estación que no recuerdo ahora cómo se llamaba”, hacia su casa; y en el camino, a su cochero, a él y sus caballos los atrapa una fuerte tormenta de nieve. El “señorito” se encuentra entre el dilema de volver atrás o de seguir; y decide seguir a tres troikas de correo para hacerse compañía y ayudarse mutuamente durante la tormenta. Finalmente, luego de algunas peripecias, todos llegan sanos y salvos a su destino.

Además de las aventuras —los viajeros están a punto de congelarse, los caballos se fatigan y avanzan lentamente pues a cada paso hunden sus patas en la nieve—, Tolstói introduce a mitad del relato uno de los mejores y más inquietantes sueños que pueden encontrarse en la literatura. El “señorito” sabe que está perdido en medio de la nieve, sabe que puede congelarse y morir, y de pronto, debido al cansancio y seguramente como una forma “natural” de evadirse de la realidad y sus peligros, se queda dormido. Sin embargo, como sabía Arthur Schnitzler (antes que Freud y que Jung) en los sueños el hombre puede correr mayores riesgos que en la vigilia.

“Soy todavía muy joven” se dice a sí mismo en el sueño “siento que me falta algo, tengo ganas de algo”. Hay que poner atención, Schopenhauer dice que uno busca lo que le es propio, lo que le sirve y necesita. El joven no sabe lo que le hace falta, pero lo busca, en cambio sabe que “si algo me dolía, es que nadie me admirara”. Va al estanque, su lugar preferido y pretende dormir, pero el calor, las moscas, las mariposas, el sol, la hojarasca, todo le impide dormir. Si sigo a Schopenhauer diría que se impide a sí mismo dormir porque sabe que algo está a punto de ocurrir y debe presenciarlo. De pronto, escucha una voz femenina que pide ayuda; no es una joven, es una anciana de “ciento cinco años” acompañada por dos niñas y un chiquillo que señalan en el estanque a un hombre que se ha ahogado. Un campesino se “saca la camisa”, “todos le miran con esperanza y asombro; pero una vez con el agua a la altura de los hombros, vuelve lentamente sobre sus pasos y se pone la camisa: no sabe nadar”.

Se acerca más gente: unos dan consejos, otros se lamentan, pero nadie se atreve a sacar al hombre del estanque. Luego, llega un campesino que junto con otros hombres arrojan una red para pescar con la esperanza de atrapar al ahogado, en los primeros intentos no sacan “más que limo y unos cuantos pececillos dorados que aún se debaten entre sus mallas”. Lo vuelven a intentar hasta que consiguen sacar al ahogado y arrastrarlo hasta las raíces de un sauce. En eso se aparece la tía del joven y le dice “Vámonos, querido. ¡Qué terrible es esto! Y tu que sueles bañarte y nadar aquí, solo”.

El viajero despierta y a partir de ese momento ve a los hombres que lo rodean con ojos nuevos: unos son viejos, otros rudos y groseros, otros engreídos y miedosos, él está allí con ellos, y está en sus manos porque desconoce la ruta y sólo puede confiar en los cocheros. Perdidos en la nieve son cada vez más parecidos, o mejor: resulta menos necesario distinguir entre los cocheros y los viajeros. Al final, son esos mismos hombres, los que consiguen llevarlo a casa, y en última línea del relato se lo hacen saber: “Y, con todo, lo hemos depositado sano y salvo, señorito”.

Tolstói no hace comentario alguno, sólo ha puesto las cartas sobre la mesa. Queda la pregunta, ¿qué era lo que necesitaba saber este joven para llegar sano y salvo a su destino? Antes de intentar una respuesta, me acerco al príncipe Andréi que en Guerra y paz tiene una experiencia similar. Tolstói nos cuenta que el príncipe parte a la guerra a enfrentarse con Napoleón. En el primer combate lo hieren y cae al suelo; allí, en plena batalla y con las balas zumbándole cerca de los oídos, se siente morir y contempla el cielo, nota las nubes, y como el joven de La tormenta de nieve dice: “ambiciono la gloria, quiero ser conocido y famoso”, y de pronto se da cuenta de que las nubes son hermosas y avanzan más de prisa que hace un rato. Escucha la voz del mismísimo Napoleón que lo señala y dice “Voilà un belle mort”. Andréi “comprendió que estaba hablando Napoleón y que sus palabras se referían a él. Pero lo percibía todo como el zumbido de una mosca. Le ardía la cabeza; sentía que se desangraba lentamente y veía encima el cielo lejano, alto y eterno. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en ese momento Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante en comparación con lo que estaba ocurriendo entre su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes. Su único deseo era que esa gente lo ayudase a volver a una vida que le parecía tan bella, ahora que la comprendía de otra manera”.

La cercanía con la muerte transfigura a los personajes; han elegido acercarse a ella (si seguimos la idea de Schopenhauer), y mirarla con ojos abiertos para comprender su destino, que no es otro que avanzar, seguir hasta donde se esperan a sí mismos. En modo alguno es un final feliz, es sólo un lugar de descanso antes de continuar, pues cómo aseguraba Nicolas Ray: “El drama contemporáneo, yo lo resumiría así: No podemos volver a casa”. Según Schopenhauer podemos elegir nuestras desdichas, y según Tolstói, sobrevivir, momentáneamente, a ellas.

 

Lev Tolstói, La tormenta de nieve, traducción del ruso de Selma Ancira, Editorial Acantilado.

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Daniel Barrón
en Sinembargo al Aire

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