Si estás leyendo este texto, seguramente eres una de las millones de personas que ha quedado profundamente conmovida con el documental Kony 2012 que ha generado una abrumadora respuesta de personas indignadas ante la cultura de niños soldados que, no solamente en África, son víctimas de un problema grave de explotación, trata y promoción de la violencia en la infancia. Disculpen que disienta, el documental elaborado por Invisible Children (Niños Invisibles) me parece sumamente peligroso y simplista. Un trabajo elaborado por las buenas razones que resulta un instrumento para promover las peores reacciones. Y me explico.
He visitado los suficientes países africanos para entender la indignación de la sociedad civil local ante la visión colonialista que se tiene en Europa y América sobre los problemas que les aquejan. Los lugares comunes repetidos ad nauseam sobre la pobreza en África (como si un Continente fue un solo país y Burkina Faso tuviera los mismos problemas de Uganda o Kenia) han generado una inversión multimillonaria de las cooperaciones internacionales, cuyo fin no es generar autosuficiencia y autodeterminación, sino desarrollar modelos paternalistas, de un neocolonialismo profundamente racista, sexista y adultocéntrico. Visiones que han desviado los esfuerzos de organizaciones civiles locales para llevar a cabo transformaciones de fondo que impulsen igualdad, justicia y transparencia; pero sobre todo que erradiquen la pobreza alimentaria con inversiones de largo plazo.
Algunas organizaciones civiles de Uganda, apenas hace unos días, se enteraron del impacto mundial que generó este documental, en el que un grupo de tres norteamericanos buscando aventuras (como buen lugar común) descubre “por causalidad” una tragedia supuestamente oculta de los “niños invisibles” soldados. Les sorprendió la reacción del Imperio y sus compatriotas al exigir que Washington intervenga ante semejante tragedia. Como si Estados Unidos no tuviera millones de menores de 18 años que han manejado armas de fuego y en cuyos hogares se promueve el belicismo invasor con singular descaro. Como si el gobierno norteamericano no mandase todos los días a jóvenes que apenas han cumplido los 21 años, como carne de cañón a Irak, Afganistán, Pakistán o el territorio intervenido del momento. Como si los barrios más bravos de la tierra de Bush no estuvieran llenos de chavos banda con muy similares características que los del norte de Uganda (pobreza, abandono y cooptación por parte de bandas criminales).
La impresionante campaña desatada por Invisible Children, gracias a su documental y los efectos reverberantes que ha tenido desde redes sociales hasta medios masivos, ha sido instrumental en el posicionamiento del Estado norteamericano para insistir en la militarización de África central. Y no es que no me haya conmovido con las dramáticas historias reales, pero resulta peligroso simplificar con ese tipo de reduccionismo, muy lejano al análisis sociocrítico de los problemas que enfrentan los niños y adolescentes atrapados en una cultura de militarización en diversos países.
En México, varias colegas periodistas han documentado plenamente la existencia de niños sicarios entrenados por los cárteles, y eso nos recuerda que ya sea en África, en Asia, en el mundo Árabe o en América, el problema de fondo es esta creciente aceptación de la militarización y el uso de la violencia de Estado en aras de crear lo que John Kampfner llama la marcha antidemocrática que sacrifica libertades por una aparente seguridad.
La promoción de la cultura bélica llega primero a los niños, y les utiliza para conmover y para normalizar la guerra. Ya lo han dicho las y los especialistas en Uganda, en particular el profesor Adam Branch (quien desde hace años vive como investigador de estudios sociales en el Instituto Makerere en Uganda), Estados Unidos seguirá con su intervención militar en África Central con o sin el amarillismo simplificador para la cobertura mediática en los países del “África negra”. Y aunque el documental “En busca de Joseph Kony” no es detonante, sí ha sido adoptado por el ejército para justificar su presencia en aras de “proteger los Derechos Humanos”. Igual que sigue interviniendo en otros países con fines de asegurar el petróleo y las tierras fértiles a costa de lo que sea, montados sobre el caballo de la guerra antiterrorista.
Bajo riesgo de ser acusada de insensata, propongo mirar al otro discurso, el que no se distrae con las emociones sino piensa realmente en el futuro de esos cientos de miles de niños y jóvenes de Uganda que sobrevivieron a una cruenta guerra. Hay que mirar al más de un millón de hombres, mujeres, niñas y niños Acholis que fueron desterrados de sus propias tierras hace casi una década, enviados en su propio país a campos de refugiados más parecidos a campos de concentración militar; mantenidos con recursos de la cooperación internacional, particularmente de USAID. Hay que mirar cómo el nuevo gobierno y los militares reconstruyeron el entramado de corruptelas para vender tierras y “generar empleos” en los que subyace la normalización de la mano de obra esclava y el debilitamiento del ya pobre sistema educativo y de salud. Ni un centavo de la cooperación norteamericana ha sido invertido en la promoción de políticas públicas por la igualdad, en las que trabajan desde hace años organizaciones de hombres y mujeres africanas en esa región.
Como hemos visto en la historia reciente, el intervencionismo militar norteamericano no hace sino solidificar las debilidades de los países en que colabora con su fuerza guerrera; porque sus intereses siempre van contra los Derechos Humanos, debilitan el activismo civil local preexistente y, sobre todo y ante todo, fomentan y fortalecen gobiernos de élites corruptas adeptas al colonialismo racista y sexista, a quienes les es indiferente cuantos compatriotas mueran o sean explotados, mientras sus intereses inmobiliarios y petroleros y empresariales queden intactos, como sucede en Uganda.
Si nos interesan de verdad los niños y jóvenes de Uganda, debemos voltear la mirada y escuchar a las organizaciones civiles locales que durante más de una década nos advirtieron sobre el debilitamiento del tejido social y la promoción de la violencia como falsa panacea. Lo que Kony representa es a los millones de niños y niñas en Uganda que mueren de enfermedades mortales por falta de servicios de salud adecuados para ellos y sus madres. Lo que Uganda necesita es salir de la guerra, y esclarecer quien les da armas y dinero a los rebeldes de la guerrilla Lord´s Reistance Armi (LRA). Lo que necesita es promover herramientas de empoderamiento para la paz y la prosperidad, no ser sometida a otra guerra sinsentido al American way.
Los millones de personas, eminentemente jóvenes que en los Estados Unidos han exigido a Obama su intervención militar en Uganda para salvar a Kony y lo que Kony representa como símbolo, deberían de mirarse a sí mismos y preguntarse por qué imponer más violencia en lugar de esforzarse por reinventar una forma de cooperación no violenta en que nadie quiera colaborar con la guerrilla.
Para proteger a las niñas y niños de la explotación y la militarización infantil necesitamos escucharles y mirarles como seres humanos sobrevivientes de los malos tratos y las malas políticas, como actores sociales con derechos y necesidades específicas. El poder que le da un arma a un niño es el de sentirse fuerte y menos vulnerable, sus madres en Uganda del norte lo saben; para ellas esos pequeños son todo menos invisibles y les indigna la visión que el documental muestra, esa de las y los africanos como indefensos seres que necesitan que los norteamericanos vengan con armas a salvarles de un destino manifiesto. La invasión norteamericana de Uganda no traerá sino más sangre y miseria, eso es seguro.
@lydiacachosi