Alejandro Páez Varela
19/03/2012 - 12:03 am
Dos camiones abandonados en Ciudad Juárez
Los hechos que les quiero narrar acontecieron cuando yo tenía unos 14 años. La casa de mis padres estaba muy cerca del Puente Internacional de El Chamizal, en Ciudad Juárez. Mis vecinos eran gente común y corriente, familias buenas, padres dedicados a actividades muy diversas: había un técnico en refrigeración, una vendedora de perfumería fina, […]
Los hechos que les quiero narrar acontecieron cuando yo tenía unos 14 años. La casa de mis padres estaba muy cerca del Puente Internacional de El Chamizal, en Ciudad Juárez. Mis vecinos eran gente común y corriente, familias buenas, padres dedicados a actividades muy diversas: había un técnico en refrigeración, una vendedora de perfumería fina, unos abogados, una enfermera, dos políticos, dos funcionarios públicos, uno con taller mecánico.
Nuestra calle topaba con un terreno baldío que a su vez era la parte anterior del Museo de Antropología e Historia de la ciudad. El terreno pertenecía al DIF, pero no estaba cercado y porque estaba casi al lado de un mercado y una zona turística, se usaba como estacionamiento.
En esas calles que terminaban en una cerrada nos divertíamos, y aunque nunca tuve gusto por los deportes –ni siquiera por las canicas– a veces me juntaban, los de mi edad, para el basquetbol o el beisbol.
Cierta vez amanecieron dos camiones estacionados en el baldío. Grandes, altos y bien cargados. La otra calle del terreno, la Abraham Lincoln, era popular y llevaba justo al cruce internacional. No nos causó extrañeza porque no era la primera vez que había vehículos de carga estacionados allí.
Sin embargo nos llamó mucho la atención el olor intenso a ajo que despedían.
Una semana después de verlos todos los días abandonados, empezamos a volverlos parte de nuestros juegos. Nos subíamos a lo alto, a las lonas, y brincábamos sobre ellas. Nos colgábamos de los espejos retrovisores o veíamos la tarde desde el techo de la cabina.
Hasta que alguien rompió una lona, y un río blanco apresuró su paso al suelo. Eran ajos. Miles y miles de cabezas de ajo cayeron y todos salimos corriendo.
Horas después, al darnos cuenta que nadie respondía por la carga o por los camiones, regresamos con baldes. Cargamos preciosos ajos de exportación a nuestras casas. Vecinos de otras partes fueron por su dotación de ajos.
En mi casa, y en las de todos, se cocinaron durante meses sopas de ajo, mojarras con ajo, caldillo de carne seca con ajos, sopas de cebolla y ajos, pastas con ajo y aceite de olivo, papas y ajos fritos. Ajos, ajos, ajos.
Mamá me preguntó que de dónde venían. Le dije que del DIF. Que los estaban regalando.
Eso fue después. Antes vinieron, en cascada también, otros eventos que son los que quiero compartir.
Resulta que los ajos empezaron a escasear. Era difícil sacarlos porque había que romper otro costal –sometido a la presión de toda la carga– para que cayeran. Entonces, los muchachillos empezamos a picar con palos más al interior del boquete en la lona, hasta que dimos con la otra carga. Era mariguana. Quizás toneladas.
Como si hubiéramos dado con un avispero, salimos corriendo a nuestras casas y no volvimos a pararnos en el lugar.
Unos días después era notorio que otros habían retomado el saqueo. De noche llegaban por la mariguana en camionetas hasta que un buen día, a plena luz del sol, arribaron varias patrullas de la Policía Federal, autos blancos de “madrinas”, autos sin placas de “madrinas de los madrinas”, camionetas pick-up elevadas y con llantas de tractor. Todos armados. Narcos y policías.
Se llevaron los dos camiones.
Creo recordar que anduvieron preguntando por la mariguana. Creo haber escuchado la historia de los choferes, después, en boca de alguno de los muchachos del barrio: que tuvieron miedo al llegar al puente; que se regresaron y abandonaron los camiones y desaparecieron. Creo que se publicó así en los periódicos.
Nosotros seguimos, en nuestras casas, con nuestra orgía de ajos.
Nunca más se volvió a comentar el tema.
***
Cierta vez, en su oficina, escuché al entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, acusar a los juarenses de haber convivido con narcos y de ser cómplices de ellos. Por respeto a los términos de esa plática no diré qué discutimos ni quiénes estaban. Sólo contaré que le respondí que yo era juarense y que nunca, ni mi familia ni mis amigos, habían convivido con narcos ni eran cómplices de nada.
Los cómplices, le dije, siempre fueron las autoridades federales.
Los que llegaron, junto con los narcos, por aquellos camiones de mariguana.
Los que se reunían en un hotel de lujo sobre la Avenida 16 de Septiembre, la más importante de Ciudad Juárez en esos años, para tener acuerdos a la vista de todos.
Los que se habían fundido con los narcos y eran uno mismo: se portaban igual, se vestían igual, hablaban igual, se enriquecían por igual.
Hace días un amigo me dijo que estaba de acuerdo con que prohibieran a los Tigres del Norte hacer presentaciones en público en Chihuahua, y me puso un ejemplo para explicarse:
Si voy en un camión con mi hijo, no quiero que el chofer ponga una rola en la que se diga que “El Chapo” Guzmán es el jefe de todos nosotros, me dijo.
Le contesté que si “El Chapo” Guzmán, un asesino de sangre fría, era “vendible” como el jefe de todos nosotros, era porque el Estado le había cedido ese espacio.
Si los narcos no operaran con toda impunidad y protegidos por narcos con placa de servidores públicos, entonces no existirían siquiera los corridos que los alaban.
***
Siempre faltará espacio para argumentar en estos temas que, nada menos y nada más, definen el rumbo de la República para los siguientes años.
Sólo diré que si pretendemos regular las actividades de la sociedad a base de prohibiciones, esperemos más muertos de los que ya llevamos.
La doble moral no puede convertirse en Ley ni regir las actividades de un pueblo.
Porque si los ajos estuvieran prohibidos, por ejemplo, seguramente este relato jamás se hubiera contado.
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá