Alma Delia Murillo
17/03/2012 - 12:02 am
El ejercicio puede ser nocivo para la salud
Esto tiene que ser un error, una broma o una gran chingadera. Estoy varado en el aeropuerto de la Ciudad México, a punto del infarto o de un derrame cerebral. Me están esperando en Nueva York para una importante junta de trabajo y de pronto, de buenas a primeras, como si fuera obra de un […]
Esto tiene que ser un error, una broma o una gran chingadera. Estoy varado en el aeropuerto de la Ciudad México, a punto del infarto o de un derrame cerebral. Me están esperando en Nueva York para una importante junta de trabajo y de pronto, de buenas a primeras, como si fuera obra de un ser siniestro –por ejemplo, mi exmujer– me detiene Migración porque el Consulado de Estados Unidos ha declarado que detectaron un dato falso en mi última solicitud para renovar la Visa americana.
No entiendo nada, malditos gringos, si ya me aprobaron la Visa y me la enviaron, ¿ahora cuál es el problema?, ¿qué dato falso pude haber dado yo, que lo único que hago es trabajar como obsesivo desde siempre?
Salí con la debida precaución para evitar el legendario tráfico de la Ciudad de México y ahora estoy aquí esperando una estúpida entrevista que, lo único que ruego, es que no me haga perder mi vuelo; mi jefe me mataría, pondría en juego mi lugar en el despacho.
Espero y me como las uñas. No puedo revisar mi teléfono porque tiene que estar apagado, no puedo leer porque en esta situación soy completamente incapaz de concentrarme, así que me entrego de lleno al oficio de vigía de las paredes y el techo, los contemplo con atención absoluta y recuerdo.
Recuerdo cuando llegué a la Ciudad de México. Mi mujer y yo, con apenas un año de casados, veníamos con el miedo y el futuro en las maletas, con el nudo en la garganta por haber dejado nuestra natal Guadalajara.
Al llegar, mi reacción fue de pasmo absoluto ante el tráfico infernal de esta ciudad. La primera vez llegué cuarenta minutos tarde a la oficina, la segunda vez sólo media hora y a partir del tercer día comprendí que tendría que salir diario a las infames seis de la mañana si quería llegar a tiempo y no lidiar con el imbécil de mi jefe que aprovechaba cada ocasión para señalarme por los retardos.
Me parecía inverosímil, completamente absurdo, pero poco a poco me acostumbré a invertir dos horas diarias para llegar al despacho y otras dos para regresar a casa. Cuatro horas del día sentado en el auto, cuatro horas diarias de tejido graso, torrente sanguíneo, fibra muscular, conexiones neuronales y proceso digestivo estancados en el tráfico conmigo. Mi cuerpo era una miseria.
Hasta que un feliz día un compañero me sugirió que me inscribiera al gimnasio, su estrategia era perfecta: al terminar el trabajo se iba directo a hacer ejercicio a un lugar cercano durante un par de horas. Así, cuando subía a su auto para regresar a casa, lo peor del tráfico había pasado.
El gimnasio se llamaba Sport Miracle y era una enorme cadena con todos los servicios, horarios, clases en grupo; toallitas, toallas y toallotas blancas impecables; clínicas para trabajar el abdomen, las nalgas, los bíceps, la vagina, los abductores y detractores, todo músculo, cualquier músculo del cuerpo.
Me pareció una idea brillante porque mis recurrentes pensamientos sobre cómo reducir el tiempo que pasaba en el auto se habían vuelto perturbadores para mi concentración: visualizaba el reloj, el segundero, los números, mi vida perdida en la ineficiencia y enloquecía.
Así que un 29 de febrero del año 2008 a las seis de la tarde con treinta y cuatro minutos firmé mi contrato con Sport Miracle.
Pronto me convertí en un obsesivo del ejercicio, como me sucede con todas las responsabilidades.
Llegaba a las siete de la noche para “hacer cardio” durante una hora en una corredora fija y me entretenía con una pantalla gigante en la que proyectaban una serie de comedia a la que me hice adicto. La siguiente hora repetía una estricta rutina de peso para elevar mi masa muscular.
Cerca de las nueve treinta me subía al coche y, en lugar de hacer dos horas de camino, hacía sólo una: el tiempo, los números, la eficiencia.
Así todos los días. Religiosamente de lunes a viernes. También pagué religiosa y escrupulosamente las mensualidades del gimnasio. Mi mujer me cuestionaba sobre lo mucho que gastaba en ello pero yo me quitaba de encima la discusión diciéndole que pagaba por tener el privilegio de llevar una vida saludable.
También empezó a reclamarme que nunca estuviera con ella. A la distancia debo reconocer que tenía razón: yo salía todos los días a las seis de la mañana y llegaba después de las diez de la noche, apenas teníamos media hora diaria para hablar antes de que me ganara el sueño y cayera irremediablemente dormido.
A la distancia debo reconocer que sentía una profunda culpa al encontrarla con sus enormes ojos castaños esperándome para compartir la vida y que yo sólo pudiera decirle, sudoroso y en playera, que venía mortalmente cansado de la oficina y del gym.
Hasta que se llevó sus enormes ojos castaños a iluminar otra existencia. Una noche me anunció que “había conocido a alguien”. Cómo odio la frase “conocí a alguien”. ¿Exactamente qué significa? ¿Lo conociste hace medio año y llevas seis meses viéndome la cara de pendejo? ¿O lo conociste hoy en la mañana y ya decidiste que es el amor de tu vida? ¿O qué carajos estaba haciendo yo mientras tú conocías a alguien?
Eso me dijo y me rompió la madre. Y nos separamos. Me quedé solo en el departamento que me pusieron como prestación del trabajo. Justamente la misma semana que ella se fue, tuve una lesión lumbar, el troglodita de mi instructor se excedió con el peso y me jodí las vértebras. Una mierda. El médico me mandó seis meses de reposo y terapia de rehabilitación con rayos láser, analgésicos y una enfermera gorda que destilaba amargura por cada poro de su amarillenta piel.
Seguí pagando el gimnasio, no quería aceptar que la lesión había sido seria y que recuperarme podría tomar más tiempo del esperado. Pero un día comprendí que era una estupidez gastar ese dinero y fui a cancelar el servicio. Entré y vi las bandas de las corredoras sacar lumbre bajo las pisadas implacables de los respectivos usuarios, las pantallas proyectando la que fuera mi serie favorita, a los instructores con sus playeras verdes y el logo bordado de Sport Miracle a punto de reventar bajo sus inmensos pectorales… vi todo eso y tuve ganas de llorar, extrañé mi libertad como nunca. Porque correr sobre una banda, aunque no te desplaces y estés encerrado en un inmueble de plafón, vaporoso de sudores propios y ajenos, es como volar sobre el mar. Carajo.
Me recibieron en la oficina de ventas y les expliqué todo. La encargada me dijo muy amablemente que tenía que pagar una penalización por dejar de asistir al gimnasio.
Me costó entender lo que me estaba explicando. Le hice montones de preguntas y se lo planteé de mil maneras, cada vez más encabronado: “Resumiendo, ¿tengo que pagar por no usar las instalaciones, como si pagara en un restaurante por no comerme el platillo?”.
Es que todavía veo su cara de autómata, completamente convencida de que lo que me pedía tenía sentido nada más porque se estipulaba en no sé qué puta cláusula del contrato y porque en el reputo y misterioso “sistema” no se podía cancelar la membresía sin confirmar el pago de la penalización.
No pude más y reventé, menté madres, amenacé con todos los términos legales que conozco y me largué sin pagar nada.
No es un error ni una broma, pero sí una gran chingadera. Estoy detenido en el aeropuerto de la ciudad de México y me están retirando la Visa porque en el mil veces maldito formulario declaré que no tenía ninguna deuda y que no me encontraba en el Buró de Crédito por un mal historial crediticio.
Los mil millones de veces hijos de la chingada del Sport Miracle me señalaron como deudor y ahora soy, oficialmente, un mentiroso que está evadiendo sus compromisos financieros en el país.
No puedo ir a Nueva York y, por política del “sistema”, no podré solicitar la Visa americana durante los próximos veinte años, que francamente, espero no vivir.
Maldito gimnasio, maldito compañero que me sugirió que me inscribiera y maldito 29 de febrero del año 2008 a las seis de la tarde con treinta y cuatro minutos.
@AlmitaDelia
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