Alma Delia Murillo
10/03/2012 - 12:01 am
Mesero: sin jacarandas, por favor
(Cualquier parecido con la realidad, es porque la realidad apesta) Aquí se ama al coche. Se le trata con respeto, ternura, lujuria y equidad de género. Aquí se vela por los derechos del auto a tener agua potable para su higiene diaria y espacio suficiente para no invadir el aura de su cuerpo astral. Aquí […]
(Cualquier parecido con la realidad, es porque la realidad apesta)
Aquí se ama al coche. Se le trata con respeto, ternura, lujuria y equidad de género.
Aquí se vela por los derechos del auto a tener agua potable para su higiene diaria y espacio suficiente para no invadir el aura de su cuerpo astral.
Aquí no es un universo paralelo: es Santa Fe, en la Ciudad de México, en el hipotálamo de la clase media, a la que, por desgracia, pertenezco.
Aquí era mi casa, hasta que cometí el error trágico de discutir con los vecinos para que no talaran un árbol de jacarandas que embellecía el área común del condominio.
Una mañana, mientras me entregaba al ritual de preparar el café y bailar al ritmo de «Moody Blue», de Elvis Presley, el sonido de una sierra eléctrica irrumpió en mi pequeño paraíso de placeres matutinos. Me asomé por la ventana y sentí que me convertía en la mismísima Hidra y que mis siete, cien o mil cabezas enloquecían al contemplar semejante asesinato: uno a uno, los brazos de ese maravilloso árbol eran cercenados en una violenta coreografía que parecía el peor happening del mundo. Detrás iba quedando un muro gris contemporáneo, gris clasemedia, gris fotocopia de acta de matrimonio.
Bajé corriendo y traté de razonar con los matones a sueldo, pero no hubo modo, así que terminé gritando y, desde luego, los vecinos se asomaron. Estaban aterrados, completamente perturbados ante el brutal espectáculo de una persona que grita, el asesinato de la jacaranda era lo de menos.
Regresé a mi departamento temblando, atravesada por la tristeza y la ira. Apenas empezaba a recuperar el ritmo normal de mi respiración cuando sonó el timbre, era la vecina que ostenta el título de Presidenta de la Asamblea Condominal. Esa mujer es la voz de todas las lamentaciones, la amargura hecha carne, la inmaculada madre de Tánatos, una desgracia de principio a fin. Yo la llamo Chupacirios. Y Chupacirios está convencida de ser la mensajera de la diosa Justicia.
Me tendió un documento para explicarme que todos los vecinos habían llegado al acuerdo de talar los árboles porque florean y las flores se desprenden y caen en el toldo de sus autos y eso no es correcto porque los autos deben permanecer limpios. Mi deber era firmar si estaba de acuerdo, si no, tendría que atenerme a las consecuencias.
No firmé. Y el poder de la mafia se volcó contra mí.
Al siguiente día encontré pancartas sobre los coches con leyendas como: “Quiéreme, yo también siento”, o “Cuídame, soy tu amigo”. Al volver del trabajo, me recibió una notificación pegada a la puerta de mi casa, en la que, con base en el párrafoprimero, delartículosegundo, delcapítulotercero, delreglamentovecinal, me citaban para una reunión de la Asamblea a las cinco de la tarde del próximo jueves.
Decidí ignorar todos los mensajes.
El aciago jueves regresé cerca de las ocho de la noche y he aquí lo que vi: dos patrullas, cuatro policías, cinco niños con pancartas, seis vecinas atrincheradas detrás de sus respectivos maridos y una Chupacirios rabiosa. La Hidra de diez mil cabezas, mucho más poderosa que la mía, llevaba tres horas esperándome.
La Asamblea me encontró culpable de no presentarme a comparecer (sic) cuando fui claramente notificada a través de un citatorio. También fui declarada culpable de no amar a los autos, contemplar las jacarandas, ignorar la propaganda bancaria que el cartero deja en mi buzón, no usar bolsas de diseñador, hablar con los niños, provocar que los hombres del condominio me miren las nalgas, tener el pelo largo, gritar y estar viva.
Estoy haciendo mis maletas, me largo a casa de algún amigo mientras encuentro un lugar en otra colonia, otra dimensión, otra especie.
La desesperanza me consume al pensar que, cuando el mundo habite en otra Era y descubran nuestras civilizaciones sepultadas bajo la naturaleza, dirán de nosotros algo tan triste como: “Santafeos de Santa Fe, México. Caracterizados por su amor a lo feo, el asfalto y los coches”.
Twitter @AlmitaDelia
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