Alma Delia Murillo
01/03/2012 - 12:02 am
Evolución
Enmudeció la ciudad entera. La tristeza es más gris y más sólida que nunca. Dan ganas de hablar con alguien, de pedir un abrazo. Pero no hay nadie. Sólo coches estacionados con las puertas bien cerradas, a mi derecha el ángulo de un puente peatonal metálico y vacío. Del lado izquierdo un edificio con fachada […]
Enmudeció la ciudad entera. La tristeza es más gris y más sólida que nunca.
Dan ganas de hablar con alguien, de pedir un abrazo. Pero no hay nadie. Sólo coches estacionados con las puertas bien cerradas, a mi derecha el ángulo de un puente peatonal metálico y vacío. Del lado izquierdo un edificio con fachada de cristal, arriba cables, frente a mis ojos líneas amarillas intermitentes. Desesperanza de ciudad, soledad cosmopolita y miedo, tanto miedo.
Ya levantaron todos los cuerpos (¿debería decir cuerpecitos?), también levantaron el toque de queda.
¿Dónde van a meter a tantos muertos? ¿Dónde van a encerrar a tantas mujeres?
Busco las noticias en la radio, por primera vez la estupidez y parálisis de los funcionarios es equivalente a la complejidad de la situación, no saben por dónde empezar, no saben qué decir, como siempre, pero ahora tiene sentido.
Vi al primero en el semáforo que está afuera de mi casa. Al principio creí que era ropa o un juguete, pero cuando lo tuve a un metro de distancia me quedé sin aliento. El cuerpo de un bebé de alrededor de dos años de edad tendido sobre la avenida, con una bolsa de plástico cubriéndole el rostro y una mujer que parecía ser su madre arrodillada junto a él, toda llanto, gritando y presionando la bolsa contra la cara del niño. Fueron segundos, me quedé paralizada con la imagen: zapatitos negros inertes, el logo de una tienda de autoservicio estampado en la bolsa se distinguía perfectamente bajo la mano abierta de la mujer que seguía haciendo presión con toda su fuerza. Me pregunto si vi lo que creo que vi, me pregunto si ella estaba asfixiando al bebé.
Cuando pasé por el hospital que está un par de kilómetros adelante vi decenas de mujeres llevando a sus niños en los brazos, ahora sé que todos estaban muertos.
Una pesadilla interminable. En las aceras, afuera de las farmacias, en la entrada de las estaciones del Metro, en los parques. Bebés asfixiados, envenenados, cristales en el pecho, dolor, pánico. Dicen que por todo el país están igual, que son incontables y que todas las mujeres alegan lo mismo.
Ya empezaron a correr las apuestas por las cifras, se habla de más de sesenta mil niños asesinados por sus madres en un sólo día. Todas aceptan su culpabilidad y argumentan un motivo único: que fueron los propios niños quienes lo pidieron.
Han pasado tres semanas y no se habla de otra cosa en el mundo, hay cientos de reportajes, ya se están haciendo investigaciones de corte científico. Se ven aterradoras imágenes apocalípticas en los medios. Todos lloramos hijos, nietos, sobrinos, hermanitos; todos tenemos mirada de animales asustados e indefensos. Ya todos escuchamos lo que dijeron las madres:
“…Mi hijo me enseñó el futuro. La vida que viene. Su muerte inevitable. Van a morir muchos. Morirán bebés calcinados, jóvenes enfrentados a balazos, vendrán exterminios masivos, secuestros y mutilaciones, a muchos les van a cortar la cabeza… no será una guerra como las que conocemos, será la manera de vivir todos los días. Los van a devorar, no hay esperanza…”
De entre todas las que se exploran, sólo hay una explicación científica y certera. Dan ganas de que no sea cierto. Dan ganas de no sé qué.
Mutación en el código genético para ponerse a salvo. Tus templos, palacios y torres se derrumben. Horridus tonitrus. Hórrido estruendo. Ruinas. País de mil muertos aquí fue.
Genes suicidas. Capacidad para elegir a tiempo la muerte, cuando la muerte es destino único e infranqueable.
Twitter: @AlmitaDelia
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