En la soledad del corredor de mediofondo, el escritor japonés Haruki Murakami ha aprendido a escribir. En la biografía de Emil Zatópek, el francés Jean Echenoz narra las peripecias del contradictorio y atribulado atleta conocido en su época como «la locomotora checa». En esta columna, el escritor Jorge Zepeda Patterson evoca «sus honestas reflexiones» sobre la esencia del correr, «ese modo de ir consumiéndose a uno mismo».
Ciudad de México, 16 de abril (SinEmbargo).- Aficionado a todo lo que fuera perseguir una pelota, crecí convencido de que correr por el simple hecho de correr no sólo era inútil sino aburrido. Hasta que leí hace tiempo el ahora célebre libro de Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets). Un delicioso texto del autor japonés, corredor obsesivo de maratones y medio maratones, quien argumenta que devorar calles entregado a la soledad del corredor de fondo tiene mayores beneficios que alcanzar una pelota. “La mayor parte de lo que sé sobre escribir lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana».
Después de intentarlo en un par de ocasiones decidí que si mi escritura iba a mejorar tendría que hacerlo por otras vías. Pero ciertamente, las largas y honestas reflexiones de Murakami sobre carrera y música, meditación, condiciones límite y lesiones físicas, me hicieron ver a esta disciplina con respeto y admiración.
CORRER, DE JEAN ECHENOZ
Volví a pensar en Murakami con la lectura de la breve novela de Jean Echenoz, titulada justamente Correr (Anagrama), sobre la vida de Emil Zátopek, el legendario y extravagante atleta checo que dominó las pistas en los años ’40 y ’50.
En 1952 en Helsinki fue capaz de ganar la medalla de oro en las pruebas de 5 mil metros, 10 mil metros y maratón en el lapso de una semana. No fue el primero en obtener tantos triunfos en una misma olimpiada, pero sí el único en obtenerlas en pruebas tan diferentes como la media distancia y el maratón (y dicho sea de paso, su esposa, Dana, obtuvo la medalla de oro apenas una hora más tarde de que su marido obtuviera las suya en 5 mil metros).
En realidad a Zátopek tampoco le gustaba correr, hasta que descubrió que su habilidad innata podía ofrecerle una mejor adolescencia que el destino manifiesto que le aguardaba en el fondo de las minas, como a cualquier otro humilde vecino de Ostrava, la ciudad del carbón. Durante la ocupación nazi descubrió que su talento le podía dar satisfacciones adicionales al vencer a los contrincantes arios en pruebas de atletismo locales organizadas por los alemanes con el propósito de demostrar la superioridad de su raza.
Una vez que decide entregarse a las carreras, Zátopek comienza un régimen de entrenamiento despiadado y salvaje en contra de sí mismo, algo que lo caracterizará hasta el fin de su carrera. Carece de técnica y gesticula hasta el paroxismo, pero su zancada larga y sus pulmones indeclinables lo convertirán en un competidor imbatible. Su apodo, “La Locomotora checa”, describe a la perfección el sentimiento que inspiraba en sus rivales.
Tras la instauración del régimen soviético, el atleta vivirá una incómoda y permanente relación de amor y odio con la burocracia. Se convierte en ídolo de las masas y en el mejor exponente del nuevo hombre del socialismo, en la perla del comunismo de la Europa del Este, en el vencedor de cuantos rivales le pongan del decadente Occidente. Zátopek es reacio a las grillas cortesanas y a las estratagemas políticas. Lo nombran coronel del ejército y lo colman de privilegios, pero eso no lo hace más dócil. De manera intermitente será objeto de represalias por rebelarse en contra de la voluntad de sus titiriteros.
Ciertamente no es un revolucionario político; él solo quiere que lo dejen entrenar y competir, pero su voluntad terminará enfrentándolo al régimen y pagará en consecuencia. En más de una ocasión es enviado a campamentos mineros tóxicos o impedido de participar en competencias internacionales en castigo por su rebeldía.
La novela del francés Echenoz cuenta la vida del atleta sin estridencias ni heroicidades; no emite juicios políticos ni sataniza al régimen. De hecho, el relato es casi un cuento infantil sobre el hombre que simplemente quería correr.
Sin duda Zátopek suscribiría una de las deliciosas frases del libro de Murakami: “Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo, una metáfora del vivir (y, para mí, también del escribir). Probablemente muchos corredores compartan esta opinión.”
@jorgezepedap