Más de diez especialistas de varios estados del norte del país llegaron hasta Veracruz en busca de indicios que ayuden a encontrar a personas desaparecidas por delincuencia organizada o no. Los especialistas de Guerrero, Sinaloa y Michoacán caminan con desconfianza entre los surcos de caña de azúcar que crecen a espaldas del ingenio San Miguelito.
Por Ignacio Carvajal
Amatlán de los Reyes, Veracruz, 12 de abril (SinEmbargo/ Blog Expediente).– La muerte respira y transpira por cada rincón y poro del suelo de tierra negra que conforman el predio La Pochota, primer punto en ser visitado por la Brigada Nacional de Búsqueda de desaparecidos. Más de diez especialistas de varios estados del norte del país llegaron hasta este predio en busca de indicios que ayuden a encontrar a personas ausentes, ya sea víctimas de la delincuencia organizada, particulares o desaparición forzada.
Los especialistas de Guerrero, Sinaloa y Michoacán caminan con desconfianza entre los surcos de caña de azúcar que crecen a espaldas del ingenio San Miguelito. Saben que deben peinar cada espacio sin lastimar las matas de gramínea.
Apenas se adentran unos metros, cerca del camino, encuentran ropa. “Está en buen estado, no se mira vieja, esto es demasiado raro” dice Julio Sánchez Pasilla, de Grupo Vida, de Coahuila-Los Cascabeles.
Después de remover otro poco aparecen más prendas, docenas, más de 20, tal vez 30 cambios de ropa distintos de personas jóvenes. Los especialistas analizan, toman fotos, marcan las coordenadas y siguen el camino que trae a la memoria los recuerdos funestos de este pedazo de Amatlán de Los Reyes, que es asiento de un pozo que en abril de 2012 recibió la visita de autoridades que extrajeron de su fondo los restos de Liliana Aguilar Sánchez.
Ella fue víctima de feminicidio y violada. Era esposa de un ingeniero del San Miguelito. El día que la mataron, ella lo había ido a dejar a su trabajo. Manejaba un bochito. Cuando regresaba, sola, a casa, dos sujetos la interceptaron y le pusieron fin a su vida; también le robaron el coche.
Los asesinos son Filiberto Hernández Pérez y Roberto Pérez Sánchez, originarios del poblado de La Pochota, quienes ahora purgan una pena de 51 años por este delito y cinco feminicidios más cometidos entre 2014 y 2012, todos con el sello de la violación y la muerte a golpes para las víctimas que terminaban en este predio.
Pero Filiberto Hernández Pérez y Roberto Pérez Sánchez no son los únicos. También están los de la famosa banda de “Los Coralillos”, integrada por hombres y mujeres, que fue el terror del sexenio de Miguel Alemán Velasco. Se detuvo a tres de sus integrantes, a quienes se acusó de haber dado muerte al menos a doce personas, la mayoría mujeres, a las que ultrajaban y cuyos restos arrojaban en pozos del mismo predio peinado por la brigada en su primer aparición.
“Esto es como un ensayo. Les vamos a enseñar cómo buscamos nosotros en condiciones muy complicadas, cómo estamos haciendo lo que no hace la autoridad”, dice Julio Sánchez, quien se erige con la voz de mando de las casi 40 personas asistentes al primer encuentro, en casi todas madres que desde hace dos o tres años no saben nada de sus hijos.
Se les vio la última vez acompañados de amigos, salir de una fiesta, en el antro, siendo detenidos por la policía, llevados por la fuerza con otras 12 personas, y así, es lo que van contando las asistentes sobre el patrón en común de las desapariciones en esta región.
Al currículo de violencia del terreno La Pochota se suma la leyenda que acompaña la gran cruz clavada en el tronco de un gran árbol de Pochote (Ceiba pentandra o árbol sagrado, para los Mayas) del cual el poblado cercano y el predio toman el nombre, de que hace muchos años, en los tiempos de la Revolución, sus ramas, frondosas, inalcanzables, eran empleadas para colgar a los forajidos y enemigos, los dejaban así, colgados, como advertencia.
Desde este árbol también se divisa un predio rodeado por cañales, colindante con la Pochota, que a principios de 2006, se convirtió en escenario de una matanza perpetrada presuntamente por un sicario identificado como “Diego Rosario”, una leyenda negra de los sótanos del mundo policiaco-ministerial. Eran siete víctimas, todos con el tiro de gracia, semidesnudos, golpeados, y con un escapulario colgado del cuello. Se decía que era la firma de Diego Rosario, nombre que salió en muchos narcomensajes dirigidos contra la delincuencia en los peores años del gobierno de Fidel Herrera Beltrán. Algunos de los siete muertos fueron sacados de una casa ubicada en el fraccionamiento reforma, propiedad de Maruchi Bravo Pagola y trasladados hasta esa zona para la ejecución.
En muchas paredes de casas y bardas de este poblado cañero se miran fotos de desaparecidos y los teléfonos de contacto, cruces en el camino, ya no se sabe si de atropellados o de ejecutados. Previo a esta búsqueda, también en cañales, los malosos abandonaron dos decapitados, uno el sábado y otro lunes por la mañana.
“Pero nosotros no venimos a buscar gente mala, ni a los que andan matando familias. Venimos a buscar a nuestros familiares”, ataja Mario Vergara, de los Otros Desaparecidos de Iguala, quien rápidamente instruye a los voluntarios para adentrarse a un pozo en medio de los cañales de La Pochota, es el mismo recoveco del cual rescataron el cadáver de la señora Liliana Aguilar Sánchez.
Uno de los especialistas descendió al fondo y notó malos olores en el agua. Sólo eso. Los resultados del primer día de búsqueda sólo son indicios.
“Esto de buscar cuerpos en el monte es de mucho tiempo, mucho trabajo. Ir, venir, regresar. Sobre todo [es un trabajo de] paciencia. Los que buscamos debemos tener mucho de eso [paciencia] para encontrar aunque sea un huesito. Con un solo huesito del tamaño de una uña que encontremos, podemos darle paz a una familia” concluye Mario Vergara.
SECUESTRARON A MI HIJA, PAGUÉ Y NO LA REGRESARON
Un padre cuenta su drama ante los integrantes de la Primer Gran Brigada de Búsqueda en la iglesia de Todos Los Reyes. Su hija fue secuestrada el 19 de marzo. Pagó el rescate, pero es la fecha en que en siguen esperando el regreso de la joven Yulissa Sánchez Sánchez, de 18 años.
El padre va en compañía de su esposa. Ayer supo la noticia del arribo de la brigada de búsqueda de personas desaparecidas. Con el corazón estrujado, la pareja caminó al templo ubicado en el corazón del pueblo que ahora es sacudido por la presencia de los rastreadores de fosas clandestinas, los que ya no buscan vivos, los que ya no quieren justicia, los que le piden prestado un más de tiempo a Dios antes de partir sin saber la verdad.
“Quiero que me escuchen, me secuestraron a mi hija, ya pagué, y no regresaron a mi nena”, dijo el hombre mientras mostraba la foto de la víctima.
¿De dónde pudo haber venido este mal?, se pregunta el padre de Yulissa Sánchez. El hombre relata que desde hace unos dos años abrió una panadería en Córdoba. Mucho tiempo trabajó bajo el mando de un hermano, quien le pagaba un salario por largas jornadas elaborando pan. Al paso del tiempo, y de los sacrificios, y con un préstamo, se pudo independizar y montar su negocio propio. No estaba en la riqueza, apenas iba saliendo del bache, y ya contaba con una camioneta para repartir el producto en los pueblos.
A eso fue el sábado 19 de marzo Yulissa al poblado de Millán, ella manejaba una camioneta repartidora de pan, cuando fue interceptada en el camino, cerca del pueblo, y privada de su libertad a las 8:30 horas. Dos horas después, del mismo teléfono de la víctima, los plagiarios llamaron. Querían dos millones de pesos. Tras el jaloneo, le aceptaron 170 mil pesos.
“Le pedí prestado a mis hermanos, estoy bien endeudado, no sé qué hacer, ya les pagué como pidieron y no me la regresan”, relató. Él cree que su familia se hizo candidata al secuestro a partir del negocio de la panadería.
El papá relata que conoce casos de vendedores humildes, abarroteros, pequeños comerciantes, hasta dulceros, que son secuestrados para sacarles cantidades mínimas. Ahora le tocó a él.
Entre los asistentes a la brigada surge una voz que habla sobre la teoría de la descapitalización de los carteles que lleva a los jefes de plaza a permitir a sus subordinados permitir cometer secuestros en bajo nivel para el pago de nómina. “Dicen, ‘no te pago esta semana, pero te dejo tirarte un secuestro’”.
El humilde panadero que hoy clama por ayuda para encontrar a su hija desconoce el mundo infernal por el cual han pasado ya los padres y madres de la brigada. Él se ubica dentro del primer círculo del averno y recibe consejos que son tomados a bien por su esposa.
!Por lo mientras, yo ya fui a caminar pos los cerros del pueblo de Millán, en el cerro del mismo nombre, acá en Córdoba, y no la encontramos, nadie nos ayuda”.
La denuncia por el secuestro, dice, ya está hecha, pero nadie se la atiende. “Para las autoridades es como si yo y mi hija no existiéramos”.
La joven Julissa, cuenta su progenitor, “no es chica de fiesta, ni cabrona, es una muchacha de su casa. Tiene aspiraciones de estudiar. El año que viene se iba ir a la UV a estudiar Contaduría. No sé por qué me hacen esto, por qué no cumplieron si yo pagué. Ahora mejor ando pensando en cerrar mi negocio y a ver a qué me dedico, a ver si el gobierno me ayuda en algo”.
Como el de Yulissa, docenas de casos han arribado a la iglesia de Todos los Reyes en el tiempo que lleva la brigada pernoctando, no se dan abasto para escuchar personas.
El caso de la hija del panadero sin embargo es especial, pues la esperanza de que esté con vida es demasiado, alta, por lo que fue canalizado con el director del Programa de Atención a Víctimas del Delito, Juan Carlos Sánchez Flores, quien da acompañamiento a la brigada.