El maltrato a los animales puede ser un indicador fiable y temprano de otras situaciones de violencia interpersonal, y tiene efectos cognitivos y emocionales en los menores que la presencian o que son partícipes de ella. Es necesario incluir a los animales en el concepto de víctimas, no solo instrumentales por la repercusión que el maltrato sobre ellos tiene en humanos, sino porque sufren como tales. Esa consideración no mermaría la protección de las víctimas humanas sino que la reforzaría al ser más integral.
Por María José Bernuz Beneitez
Ciudad de México, 8 de marzo (SinEmbargo/ElDiario.es).– Cuando se intenta hablar con alguien sobre el vínculo entre el maltrato animal y la violencia familiar o de género, la primera reacción en casi cualquier ámbito, lego o especializado, es la de extrañeza. Sea porque hablar de animales en un tema tan serio como el de la violencia de género parece insultante para las víctimas humanas, sea porque el bienestar o el maltrato a los animales solo interesa instrumentalmente, cuando tienen consecuencias positivas o negativas para las personas. Cualquiera de los dos prejuicios antropocéntricos nos impide ver el bosque de violencia contra los animales que hace sufrir a éstos y también a las personas. Es entonces cuando surge la pregunta de por qué no se ha abordado en profundidad el tema y no se ha hecho algo desde las políticas contra la violencia familiar y de género.
Cuando hablamos del vínculo entre violencia de género y maltrato animal estamos hablando de tres situaciones distintas. En primer lugar, hacemos referencia al maltrato animal instrumental, que se produce para causar daño y sufrimiento psicológico a la pareja. En estas situaciones, los animales son utilizados como chivos expiatorios, mecanismos para maltratar a la pareja o los hijos, para someterlos, amenazarlos, para evitar que se vayan y/o para asegurar su silencio respecto a su situación de víctimas. Se consigue así, de una forma muy efectiva, que sigan siendo víctimas en silencio, mientras dura la relación y una vez que ha terminado.
Para entender el sentido que tiene este tipo de violencia, tanto para los maltratadores como para las mujeres que se ven sometidas a través del maltrato potencial o real de sus animales, es preciso comprender el sólido vínculo existente entre las personas y los animales. Algo que nos permite entender que es éste, precisamente, el que hace a los animales más vulnerables al maltrato en el seno familiar. Además, hay que ser conscientes de la situación de extrema fragilidad de los animales en el interior de las familias, desde un punto de vista físico (dado su tamaño relativamente pequeño en muchos casos), desde la perspectiva legal que considera que su maltrato implica un menor castigo y menor cantidad de recursos invertidos, por su incapacidad para protestar o quejarse directamente, o por la inexistencia de protocolos que permitan probar el maltrato y detectar estas situaciones, salvo cuando son ya muy graves.
En todo caso, lo que es cierto es que las investigaciones realizadas hasta el momento muestran que el efecto del maltrato animal sobre las mujeres y sus familias es devastador. Quizás el más rotundo es el que lleva a las mujeres a retrasar la decisión de abandonar la relación abusiva por no saber qué hacer o dónde dejar a sus animales. Además, es una preocupación que perdura aunque se haya abandonado la relación de maltrato y cuando el animal ha tenido que permanecer en casa del maltratador. Algo que, en ocasiones, les lleva a romper con las órdenes de alejamiento para entrar en casa del maltratador y comprobar el estado de sus mascotas, poniendo en peligro su propia integridad.
En segundo lugar, la investigación ha mostrado que el maltrato animal puede ser un indicador fiable y temprano de otras situaciones de violencia interpersonal, o bien de que éstas están escalando y se están haciendo más letales. De hecho, se afirma que el maltrato contra los animales es un indicador más fiable de violencia contra las personas que al revés, porque siguen existiendo casos en que se maltrata a las personas sin que haya maltrato al animal. En estos casos, se suele decir que la violencia contra los animales socializa en el uso de la violencia, elimina el pudor de ejercer violencia contra seres más vulnerables.
Esta constatación tiene implicaciones prácticas importantes, ya que, si eso es así, en ocasiones el maltrato del animal podría ser razón suficiente para que una mujer abandone una relación que se considera violenta y que ella misma entiende que puede suponer un peligro para ella o sus hijos. También será esencial que los servicios de asistencia y apoyo a víctimas (a los que habría que añadir, en su caso, los servicios veterinarios) informen a las mujeres sobre la potencial peligrosidad que tiene para ellas el permanecer con un hombre que maltrata a sus animales.
En tercer lugar, quizás el fenómeno más analizado es el de la repercusión de la violencia contra los animales (dentro o fuera de la familia) en el desarrollo cognitivo y emocional de los menores que asisten como testigos o partícipes (forzados o no) en actos de maltrato contra sus mascotas. En este sentido, se han destacado tres situaciones. Una, que relaciona el ser testigos de situaciones de violencia como un indicador de riesgo de que esos menores puedan reproducir esa violencia contra los animales o contra las personas. Otra, que considera que el maltrato de animales por parte del menor puede servir como una alerta de que él mismo esté viviendo situaciones de violencia en el entorno familiar. Asimismo, los actos de violencia contra los animales, sobre todo durante la adolescencia, pueden ser un indicativo de futuras psicopatologías que si no se identifican y tratan adecuadamente pueden incrementar su severidad.
A la vista de una relación tan estrecha entre los dos tipos de violencia sería interesante preguntarse si podemos considerar a los animales como víctimas de violencia familiar y de género. Y hablo, no solo de víctimas instrumentales por las consecuencias que ese maltrato tiene para las personas, sino como víctimas directas, porque son capaces de sufrir con esos actos de violencia y porque padecen emociones positivas y negativas, precisamente, por su ubicación en la familia y por el vínculo de especial afectividad que tienen con las mujeres maltratadas. Ese planteamiento exigirá considerar que el maltrato de los animales en estas circunstancias puede ser considerado como violencia de género, si es utilizado como una herramienta de acoso y sumisión de las mujeres, o como violencia doméstica, cuando se utiliza para dominar, aterrorizar o silenciar a otros miembros de la familia vulnerables, como pueden ser personas mayores o niños.
Ahora bien, para ello y antes de nada, es importante quitarse un prejuicio importante cuando abordamos cuestiones relacionadas con bienestar y maltrato animal. Se trata de un prejuicio que tiene que ver con pensar la cuestión de bienestar animal y la relativa a la protección de las víctimas humanas de violencia doméstica o de género como cuestiones que restan. Esto es, la protección de las víctimas humanas no reclama un menosprecio del bienestar animal en una relación de suma cero, ni viceversa. Son cuestiones que suman porque los animales mejoran la vida de las personas y, en la mayoría de las ocasiones, las hacen mejores.
Pero previamente sería necesario reflexionar sobre la necesidad de ampliar el concepto de víctima, que supere las barreras de la especie y que asuma los animales como víctimas merecedoras de consideración en sí mismas, porque (insisto) son capaces de sufrir. Repensar su integración en el colectivo de víctimas nos permitiría visualizar a los animales que sufren violencia en el marco de la violencia de género o violencia doméstica, sin menospreciar (creo) la sensibilidad, los intereses o los derechos de las personas. Más bien al contrario, su consideración como víctimas protege más integralmente a las mujeres y trata más dignamente a los animales.
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