La «jungla» de Calais tiene sus códigos y, aunque ninguna de las personas está ahí de forma perenne, sus habitantes no quieren perder esa especie de cotidianidad creada mientras aguardan su oportunidad para pasar al Reino Unido, el objetivo que les ha llevado hasta ahí.
Por Luis Miguel Pascual
Calais, (Francia), 25 feb (EFE).- Dividido en barrios, con colmados, bares, templos, escuela y biblioteca, el campamento de inmigrantes de Calais, en el norte de Francia, es una auténtica aldea provisional que puede tener sus días contados.
Mientras las autoridades insisten en la necesidad de derribarlo, el poblado mantiene su rutina, creada como respuesta a las necesidades cotidianas y con el concurso de numerosas organizaciones humanitarias que ayudan a los cerca de 4 mil inmigrantes ahí establecidos.
Muchas de estas se oponen a que el campamento sea derribado, porque en el mismo los inmigrantes encuentran una especie de vida social, un tejido que les facilita la convivencia y que no tendrían en el campo de barracones anexo montado por el Gobierno francés.
«Todo lo que se ha creado aquí ha sido en respuesta a necesidades reales. Todo lo que hay ahí es artificial», asegura, mientras señala con su mano a los barracones, Jean-Marc, voluntario de Médicos Sin Fronteras (MSF), opuesto al traslado.
La «jungla» de Calais tiene sus códigos y, aunque ninguna de las personas está allí de forma perenne, sus habitantes no quieren perder esa especie de cotidianidad creada mientras aguardan su oportunidad para pasar al Reino Unido, el objetivo que les ha llevado hasta ahí.
«Allí está el barrio de los sirios, este sendero conduce al de los afganos y un poco más al fondo, junto a la salida, son eritreos y sudaneses», explica Jean-Marc, que acaba de terminar, junto a otros compañeros, el rutinario reparto de comida.
Los que acuden al puesto de la ONG son los más pobres del campamento, porque otros tienen de que alimentarse.
Un grupo de chadianos acaba de terminar de cocinar una comida típica de su país. «Esto no se come en Europa, pero es delicioso», asegura uno de ellos entre las risas de sus compañeros.
Medhy regenta un pequeño colmado en el que se puede comprar té, pasta, bebidas, cuscús, frutos secos, ketchup, entre otras cosas de su limitada oferta.
Su tienda está situada en una caseta de madera, una de las formaciones más sólidas de un campamento levantado sobre el barro y el follaje, donde la mayor parte de los habitantes duermen en simples estructuras de lona o viejas tiendas de campaña.
De una de ellas, construida de lata, sale Aso, un iraní que lleva en su cuello colgada una cruz de madera.
«La vida es muy difícil en Irán para un cristiano», asegura este joven de 22 años, que repite una y otra vez que está deseando llegar al Reino Unido, donde le esperan sus dos hermanos.
Aso escupe al suelo cuando habla de Francia. «Aquí no nos quieren, pero lo que no saben es que nosotros estamos deseando irnos. Que nos dejen pasar», afirma con un tono entre enfadado y resignado.
El iraní tiene estudios y está convencido de poder encontrar un buen trabajo en el Reino Unido, donde le ayudarían sus hermanos.
En ningún momento se plantea dejar la «jungla» para instalarse en los barracones del Gobierno francés. Levanta su mano y extiende los dedos: «Lo que quieren es esto, nuestras huellas», asegura.
A pocos metros, Maginon acaba de asearse en uno de los puestos de agua instalados por el Gobierno francés.
Ya sabe lo que es estar en un campo de inmigrantes oficial, porque hace unos meses fue atendido en uno de ellos a causa de un problema en el hígado.
«Antes, yo intentaba ‘pasar’ (a Reino Unido) cada noche. Ahora las condiciones son más complicadas, hay más seguridad y hay que caminar mucho más. Como máximo lo intento una vez a la semana», dice.
Una sudanesa sale de un improvisado templo cristiano, la única estructura que sobresale del entramado informal de cabañas.
La iglesia estaba en el centro del campo hace unos meses, pero las autoridades francesas han ido ganando terreno junto a la autopista adyacente, por lo que ahora se encuentra en un lateral.
También ha disminuido el número de visitantes, asegura Malek, que se encarga en la puerta de pedir a los asistentes que se descalcen para mantener la higiene en el interior.
Una opinión que comparten las asociaciones que trabajan en la «jungla», que creen que muchos de sus habitantes han anticipado su posible demolición y han buscado nuevos trampolines desde los que saltar al Reino Unido.
«Ahora será más difícil controlarles y sus condiciones serán peores. Justo lo contrario de lo que se pretendía», retoma Jean-Marc.