INVITADO | La vigencia de las distopías: Felipe Ríos Baeza

Un mundo feliz venía a advertir lo que ocurriría si la diversidad cultural, la filosofía, la familia y el deseo de trascendencia eran eliminados en pos de una sociedad productiva, drogada con soma y, por tanto, feliz. Foto: Shutterstock

Un mundo feliz venía a advertir lo que ocurriría si la diversidad cultural, la filosofía, la familia y el deseo de trascendencia eran eliminados en pos de una sociedad productiva, drogada con soma y, por tanto, feliz. Foto: Shutterstock

La reforma de la SEP que amenazaba con quitar la filosofía y la educación cívica y artística de las escuelas; la desazón de los fieles hacia la institución eclesiástica y la venta de Prozac genérico, como si de golosinas se tratara, han confirmado en los escasos 16 años que llevamos del tercer milenio la absoluta actualidad de la novela de Huxley, Un mundo feliz

Ciudad de México, 13 de febrero (SinEmbargo).- En Diapsálmata, libro olvidado del siempre lúcido Søren Kierkegaard, aparece una historia conmovedora: “Una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió al proscenio para dar la noticia al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y los aplausos eran todavía más jubilosos”. Termina escribiendo el danés: “Así creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general de la gente respetable que pensará que se trata de un chiste”.

Este fragmento data de 1842 y, creo, adelanta lo que casi cien años después se reflejará en una generación de escritores tocados por eventos históricos diversos, pero por la misma congoja. Así como el payaso del relato de Kierkegaard, también el Zaratustra de Nietzsche, la Josefina de Kafka y el Sísifo del propio Camus dan cuenta de lo absurdo de estar en el mundo, más aún si, adicional a la pesada piedra de la existencia, se cuenta con una férrea pero incomprendida vocación artística o intelectual.

Lo más complicado es hacerlos salir un instante de ese mundo mágico del Disney para que se concentren en las primeras líneas de estas novelas. Foto: Cortesía de autor

Lo más complicado es hacerlos salir un instante de ese mundo mágico del Disney para que se concentren en las primeras líneas de estas novelas. Foto: Cortesía de autor

La advertencia sobre los peligros más evidentes en los que podemos sucumbir –el establecimiento de una política represiva, la devastación ecológica, la transmutación del valor humano por el valor instrumental, etc.– se recibe con las risas más estruendosas, qué duda cabe. Pero queda un testimonio literario que, tal vez, no arredra en la generación inmediata sino en las posteriores.

Como es sabido, Un mundo feliz (A brave new world, 1932), de Aldoux Huxley, venía a advertir lo que ocurriría si la diversidad cultural, la filosofía, la familia y el deseo de trascendencia (es decir, todo cuanto podía causar un esfuerzo adicional al bienestar inmediato) eran eliminados en pos de una sociedad productiva, drogada con soma y, por tanto, feliz.

La reforma de la SEP que amenazaba con quitar la filosofía y la educación cívica y artística de las escuelas; la desazón de los fieles hacia la institución eclesiástica y la venta de Prozac genérico, como si de golosinas se tratara, han confirmado en los escasos 16 años que llevamos del tercer milenio la absoluta actualidad de la novela de Huxley.

En junio de 1949, George Orwell, uno de sus discípulos más aventajados, publicará su obra máxima, la suficientemente conocida 1984. La opresión del partido único, la vigilancia y castigo permanentes y la paradoja del doblepensar fueron, en su momento, asumidas como fantasía incluso por su propio maestro, quien en octubre de ese mismo año le escribe una carta, señalándole a Orwell: “Creo que la oligarquía dirigente encontrará formas menos arduas e ineficaces de gobernar y satisfacer sus ansias de poder”.

Huxley se equivocaba palmo a palmo: la publicación del Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn y posteriormente el establecimiento de una sociedad teledirigida, supervisada e idiotizada por un mismo aparato (la televisión), corroboraron las peores expectativas de Orwell incluso mucho antes de la fecha fatídica del título.

Pudo haber desaparecido la Unión Soviética y ese régimen ideológico que se articuló y replicó en diversas partes del mundo, pero su herencia paradigmática –cuyos coletazos pueden evidenciarse en las magníficas crónicas de Svetlana Alexievich–, continúa hasta este momento.

Sólo una muestra de la vigencia de la distopía orwelliana: en 2011, el director Tony Kaye hizo actuar al talentoso Adrien Brody en la película Detachment (traducida como El profesor). Brody interpretaba, justamente, a un profesor, Henry Barthes –y el apellido ya es elocuente–, inmerso en una escuela compleja, poblada de estudiantes asqueados con la vida y el sistema educativo. En una de sus clases, Barthes les pregunta: “¿Quién leyó 1984 el año pasado?”. Una alumna levanta la mano. El profesor le pide que recuerde qué significa el doblepensar y la chica señala: “Tener dos pensamientos al mismo tiempo y creer que ambos son ciertos”. A lo que el profesor Barthes le responde: “Creer deliberadamente en mentiras mientras sabemos que son falsas. Ejemplos de la vida cotidiana: necesito ser bonita para ser feliz, necesito una cirugía para ser bonita, necesito ser flaca, famosa, ir a la moda. Esto es el marketing del Holocausto, 24 horas al día, por el resto de nuestras vidas”.

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El marketing del Holocausto. Tremendo. Y nunca mejor dicho en el siglo XXI, porque esto es lo que realmente piensan –o doblepiensan– no sólo los jóvenes inadaptados y marginales, sino aquellos que, recordando a Cristina Onassis, son tan pobres que sólo tienen dinero.

Como muchos escritores de mi generación (y de la generación anterior y de la anterior y de la que vendrá), parte de la vida me la gano dando clases. Y he contemplado semestre tras semestre ambos polos. Sus fantasías de cinturas perfectas, Audis, vacaciones en el Caribe o teléfonos hiperinteligentes que les roban la atención todo el tiempo son las mismas; lo único que cambia es el poder adquisitivo para materializar dichas fantasías.

Lo más complicado es hacerlos salir un instante de ese mundo mágico del Disney para que se concentren en las primeras líneas de estas novelas: “Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres”; “Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal”; o bien: “Constituía un placer especial ver las cosas consumidas”, cuando es posible poner un tercer plato en la mesa, para Ray Bradbury y Farenheit 451 (1953). El resto viene solo: sus caras de incredulidad y, sobre todo, la sensación de estar leyendo a cronistas que, parece, escribieron recién hoy por la mañana sobre la sociedad que les está tocando vivir.

Este año intentaré confirmar la vigencia de las distopías con otra novela esencial en esta genealogía que apuradamente he trazado: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick y basar parte de una clase, dedicada a epistemología y antropología filosófica, a tratar de contestar la pregunta del título (que es precisamente la pregunta que omite Ridley Scott en la adaptación de 1982, pero que resume buena parte de la discusión sobre el humanismo actual). Tras la catástrofe nuclear, el policía Deckard ambiciona, más que cualquier otra cosa, un animal de verdad. Ese humano, deshumanizado, sueña con ovejas reales, mientras que al androide replicante le importa, más que obtener un objeto costoso y de lujo, hacer más respirable su entorno para poder sobrevivir.

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Es cierto: en la mayoría de las manifestaciones distópicas (incluso las de J. G. Ballard, Theodore Sturgeon, Anthony Burgess o William Gibson) se nos muestra un futuro devastador: un cielo polucionado por la radiación, el derretimiento de los polos, personas que buscan su equilibrio interno con estupefacientes o mediante una máquina Pentfield, ese sofisticado aparato de la novela de Philip K. Dick para el control de emociones.

Pero siempre aparece un payaso kierkergaardiano (John The Savage, Winston Smith, Montag, Deckard) que sale a advertir que las llamas están por consumirnos a todos.

El respetable público podrá reírse, pero lo anunciado por las novelas distópicas (gobiernos paradójicos y represivos como el de nuestros actuales estados, la eliminación sistemática de fondos editoriales o la destrucción de ecosistemas como el manglar Tajamar) ya está aquí y sería obligación de cualquier humanista procesarlo con las nuevas generaciones.

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Quién es Felipe Ríos Baeza: (Santiago de Chile, 1981) es escritor y Doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona, España. Especializado en literatura y crítica literaria contemporáneas, se ha desempeñado como docente, ha publicado artículos y capítulos de librosy ha participado en numerosos congresos internacionales y nacionales en esas líneas de investigación. Es autor de las novelas Clowns (en prensa) e Infectados (inédita) y de los libros de estudio literario El desvarío ilustrado. Ensayos de narrativa hispanoamericana contemporánea (2014); Roberto Bolaño. Una narrativa en el margen (2013) y Cuestiones al método. Atisbos a la crítica literaria (volumen colectivo, 2013). Además, es coordinador y editor de libros críticos sobre Roberto Bolaño, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, César Aira y Cristina Rivera Garza. Actualmente, es docente-investigador de Investigaciones y Estudios Superiores en el campus Querétaro de la Universidad Anáhuac, y parte del Sistema Nacional de Investigadores del CONACyT, en el nivel I.

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