Cauce fue fundada en la Ciudad de México en 2000. Sus modestas instalaciones ofrecen talleres de carpintería, soldadura, hip-hop y hasta de habilidades para la vida diaria. Además, sus miembros dan charlas a menudo en escuelas y en prisiones. Hoy tiene presencia en 7 estados mexicanos.
Por Paul Imison
Ciudad de México, 20 de noviembre (SinEmbargo/VICE Media).– En un instituto de Ecatepec, una de las zonas más violentas del Estado de México, una alborotada clase de adolescentes se sienta para escuchar a Williams Cuculy, un ex pandillero que está a punto de relatarles su historia. Poco a poco los irá callando a todos, y llegará un punto en que los dejará completamente cautivados.
«Dentro de las bandas criminales me sentía aceptado», explica el joven de 24 años. «Mi padre me pegaba, los niños de la escuela me pegaban, pero cuando estaba con mi pandilla, me sentía seguro».
Cuculy pasó su adolescencia metido en una pandilla llamada Bad Boys. Fue en Inglewood, California. En 2010 fue condenado por conducción temeraria y fue deportado a México, donde se sumergió en el mundo criminal.
En los últimos años la violencia armada en México —social, económica, política y la del narcotráfico— ha ocupado las portadas de la prensa internacional. A fin de cuentas, México es un país que suma 150 mil homicidios sin resolver y que tiene 22,000 desapariciones por esclarecer.
Sin embargo, mientras los titulares insisten en hablar de grandes narcotraficantes y sus espectaculares escapes de prisión, otros fenómenos mucho más preocupantes siguen sin merecer el eco de las portadas de la prensa. Nadie habla de cómo los cárteles se han infiltrado en la política mexicana. Y esa es, probablemente, la razón que mejor explica los grotescos índices de violencia alcanzados por el país.
Según un informe publicado conjuntamente en 2013 por el gobierno y el Banco Mundial, alrededor del 38 por ciento de las víctimas de asesinato en México tienen entre 15 y 29 años. Y la misma franja de edad, narra el informe, es la que perpetra el 50 por ciento de los crímenes que se producen en el país. Casi la mitad de los jóvenes asesinados en México entre 2004 y 2013 tenían entre 15 y 17 años, tal y como avala el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Williams Cuculy ha conocido la vida en organizaciones criminales de ambos lados de la frontera. Y también sabe lo que es estar entre rejas. En 2011 fue encarcelado por asaltar a un taxista después de una tentativa de robo. Ahora le cuenta a la clase repleta de muchachos de 14 años lo fácil que es perder el control de la situación.
«La prisión fue un infierno», les dice. «Las mismas bandas de afuera te estaban esperando adentro. Mismas amenazas, idéntica violencia. Entonces supe que tenía que tomar una decisión y hacer algo con mi vida».
Cuculy se unió a un taller de trabajo en prisión mientras cumplía sentencia. Se trataba de un curso consagrado a la resolución de conflictos y lo organizaba la ONG mexicana Cauce Ciudadano. Es una organización integrada por pandilleros retirados y por otros que todavía están en activo, que se dedica a apoyar a los jóvenes vulnerables, a aquellos que se exponen seriamente a ser abducidos por el crimen organizado. Hoy Cuculy visita escuelas, prisiones y vecindarios de todo el país y alienta a los jóvenes para que se resistan a ser absorbidos por la violencia.
Cuculy recuerda para VICE News cómo decidió abandonar la senda tortuosa y meterse en cintura «Me di cuenta que la vida continuaría hiciera lo que hiciera. Y de que tenía dos opciones: o tener una influencia positiva en la gente que me rodeaba, o seguir haciendo cosas para dañarla».
Se estima que más de un millón de jóvenes mexicanos entran cada año en el mercado laboral. Y se sabe que sus oportunidades de conseguir buenos empleos son muy escasas. Según un estudio auspiciado por Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD), al día de hoy hay 7 millones de personas que no tienen trabajo ni están escolarizadas. Se trata de una cuota del mapa demográfico mexicano a la que se conoce bajo el término nini (ni trabaja ni estudia).
El vínculo entre la violencia juvenil y las poderosas bandas del crimen organizado que operan en el país está presente en todas las batallas del narcotráfico. Ciudad Juárez se convirtió, a finales de la década pasada, en la ciudad más violenta del planeta con un promedio de 8 asesinatos por día. La pavorosa cifra se explica porque allí, sendos cárteles enfrentados, reclutaron a miembros de pandillas locales para enarbolar su lucha.
Sin embargo, no fue hasta 2013, cuando el caso de Edgar Jiménez, más conocido como «el Ponchis», despertó la atención nacional sobre el trágico fenómeno. Jiménez, de 14 años y miembro de Beltrán Leyva, una organización criminal del estado de Morelos, se hizo tristemente célebre. Entonces se le vio en un video subido en YouTube donde aparecía torturando a un miembro de una banda rival. Más adelante confesaría multitud de asesinatos, degollaciones y toda clase de maltratos, como líder del colectivo de jóvenes sicarios de la organización. Edgar Jiménez fue un joven abandonado por sus padres que nunca fue a la escuela y que trabajó como sicario y narcotraficante. Un menor asesino que cobraba un sueldo de 3 mil dólares semanales.
Carlos Cruz, ex pandillero y director de Cauce Ciudadano, insiste en que hay miles de casos similares por todo el país.
«El problema de la violencia en México va más allá de la guerra contra las drogas», cuenta a VICE News. «Es la triste historia de un país que se ha olvidado de su gente joven. Un país donde el estado o bien se desentiende de los crímenes, o bien es el cómplice que los consiente en la mayoría de los casos».
Cauce, que es como se conoce a la organización popularmente, fue fundada en la Ciudad de México en 2000. Sus modestas instalaciones ofrecen talleres de carpintería, soldadura, hip-hop y hasta de habilidades para la vida diaria. Además, sus miembros dan charlas a menudo en escuelas y en prisiones. Hoy tiene presencia en 7 estados mexicanos.
«Los jóvenes se meten en las bandas en busca de amistad, protección y reconocimiento», relata Cruz. «Pero, a la larga, se convierten en meros mercenarios del crimen organizado».
Las pandillas callejeras de México tienen tamaños y orígenes de lo más variopintos. En ciudades fronterizas del norte como Ciudad Juárez o Tijuana, las bandas de criminales locales están, a menudo, asociadas con sus homólogos estadunidenses. En cambio, en lugares como la costa del suroeste, en Michoacán, los Caballeros Templarios reclutan a miles de jóvenes desencantados.
Cruz denuncia que la mayoría de las bandas criminales de la Ciudad de México son poco menos que pandillas de barrio cuya actividad criminal no rebasa las peleas callejeras y los delitos menores. Sin embargo, las mismas pandillas se convierten a menudo en un cultivo involuntario de futuros delincuentes que son reclutados por organizaciones criminales de mayor calado.
«La mayoría de las bandas empiezan siendo pandillas o como grupos de muchachos jóvenes que quieren pasar el rato y matar el tiempo juntos», explica. «Poco a poco se expanden territorialmente y entran en contacto con grupos mucho más duros que terminarán por explotarlos».
Y se refiere al imparable fenómeno de los robos de coche que padece la capital, para ilustrar su argumento.
«Cuando un niño de 15 años roba un coche en el DF no lo conduce hasta su casa ni lo aparca en el estacionamiento de sus padres. Los vehículos son conducidos hasta almacenes gigantes. Es una trama criminal de gran envergadura, y se desempeña con el beneplácito de la policía y de las autoridades», cuenta.
«Para evitar que eso suceda, tienes que acercarte hasta esos barrios y hablar con la gente joven; trabajar con sus maestros en la escuela, con sus amigos y con sus vecinos», añade.
En 2013 la administración de Peña Nieto lanzó un ambicioso programa para prevenir la violencia. Su intención era combatir los factores sociales que provocan que los jóvenes sean tentados y reclutados por el crimen organizado. El programa se había inspirado, en parte, en las experiencias en otros países castigados por una violencia endémica, como Brasil y Colombia, y fue redactado por miembros del Programa Nacional para la Prevención del Crimen y la Violencia. Se propusieron identificar los factores de riesgo y combatirlos a través de talleres de habilidades, de cursos para fortalecer el espíritu comunitario, y con la creación de puestos de trabajo.
«Durante la anterior legislatura, con la administración de Felipe Calderón, se sentaron las bases para desempeñar el programa. Sin embargo, lo que está haciendo el gobierno actual es algo sin precedentes», señala a VICE News Eunice Rendón, director general del Programa de Coordinación Inter-ministerial. «En el pasado México medía su delincuencia en función de sus consecuencias. Ahora estamos intentando desentrañar las causas, que es lo que lleva a los jóvenes a caer en las garras del crimen organizado».
Cruz, cuya organización colabora con algunas instituciones del gobierno, y que lo hace sin ceder un solo ápice de su insobornable independencia, dice que el programa le despierta sentimientos encontrados. Considera que se ha quedado desfasado desde hace tiempo, y que corre el riesgo de limitarse a ser un mero proyecto político de una administración en lugar de convertirse en una política permanente.
El programa de prevención social del gobierno ha sido criticado por las ONG’s por su precaria funcionalidad. Aunque lo que más han lamentado es que, inevitablemente, la orgánica corrupción que cubre la política del país haya afectado a la distribución y el uso del presupuesto inicialmente contemplado para llevarlo a cabo.
Distintas organizaciones civiles han puesto el grito en el cielo, después de que el presidente Enrique Peña Nieto nombrara en septiembre a Arturo Escobar como nuevo responsable de la oficina de prevención criminal de la Secretaría de Gobernación. Escobar es conocido por ser uno de los líderes del putrefacto Partido Verde, una formación tan corrupta como la política del país, en la que ha destacado por ser un oportunista.
Los fundadores de Cauce Ciudadano creen que una de las claves en la lucha de prevención del crimen consistirá en mantener un diálogo abierto y permanente con los vecindarios y con las autoridades.
«Tiene que existir un diálogo entre los ciudadanos y las autoridades», asegura Cruz. Y aclara que esta no podrá ser una relación de sumisión. «Cuando me reúno con ministros del gobierno y me preguntan quién soy les digo que soy un pandillero que busca construir la paz. Y si eso provoca que se queden con la cara desencajada, pues mejor aún».
Giovanni Xochipa, otro de los miembros fundadores de Cauce, cuenta a VICE News que, a su juicio, muchos de los factores que conducen a la violencia juvenil del México actual son muy parecidos a los que factores con los que él se encontró en los 90, cuando era pandillero. «La furia y la vehemencia son las mismas, la misma energía acumulada», explica. «Si en tu vida solo has conocido la violencia, estás abocado a recrearla cuando creces».
Para Xochipa las cosas cambiaron radicalmente el día en que vio como uno de sus mejores amigos moría a balazos en una batalla callejera. Salían de jugar al billar en unos salones y se enzarzaron con otra banda con ganas de pelear.
«De repente, aparecieron las pistolas y se escucharon los disparos. Carlos murió en un taxi de camino a urgencias. Era uno de mis mejores amigos. Un tipo muy carismático al que la gente admiraba».
Xochipa fue uno de los líderes de la pandilla 3 de marzo, un grupo que deambulaba por los combativos barrios del norte de la capital de México. Después de presenciar la muerte de su mejor amigo, Xochipa sintió que la proverbial sensación de invencibilidad que había conquistado a través de la pandilla se evaporaba.
«Al principio, lo primero en que piensas es en ir a buscar venganza», cuenta Xochipa, que hoy tiene 38 años. «En aquella época nuestro lema era ‘ojo por ojo y diente por diente’. Pero supe que si nos vengábamos ellos volverían por nosotros. Entonces, reflexioné».
Xochipa asegura que todavía se siente parte de la pandilla a la que se unió cuando tenía 20 años. De hecho, todavía ve a muchos de sus amigos.
«Algunos pensaran que es contradictorio seguirte identificando con el pandillero que fuiste. Especialmente si te dedicas a prevenir la violencia», explica. El caso es que ahora mismo, él se prepara para dirigir el taller en la sede de la asociación Cauce en el DF. «Lo que sucede es que los jóvenes aprenden algunos valores en las pandillas; la amistad, la lealtad, el respeto. No se trata de una experiencia completamente negativa».