El Gobierno federal de México puso en marcha hoy el Programa de Prevención y Atención a las Adicciones. Participarán la secretarías de Marina, Defensa Nacional y Salud de manera coordinada. El Presidente Enrique Peña Nieto lo presentó en un evento público en el que habló, además, de temas de educación.
En México, a los 13.4 años promedio se empieza con el tabaco; a los 10.6 (también promedio) con el alcohol y a los 13.6 años, con las drogas. 17.2 por ciento de los estudiantes de secundaria y bachillerato dicen haber consumido algún tipo de droga ilegal alguna vez en su vida. En 1.8 por ciento de los hogares alguien entre los 12 y 65 años dijo haber probado alguna droga en el último año. El 71 por ciento dice haber consumido alcohol alguna vez en su vida.
El despliegue del Gobierno, ante estos retos, suena enorme: 190 centros de adiestramiento a cargo de las Fuerzas Armadas; 338 centros de atención primaria a las adicciones de la Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic); 116 Centros de Integración Juvenil; 7 mil 100 voluntarios del Servicio Militar Nacional; 800 profesionales de medicina y enfermería. Y para 2018, la idea es capacitar a 770 mil promotores y beneficiar a 7.7 millones de personas.
Y mientras, en un cuarto de la capital del país, niños atienden el negocio de drogas de sus padres…
Por Miguel Aguilar, con fotos por Emilio Espejel y Ernesto Álvarez
Ciudad de México, 20 de julio (SinEmbargo/VICE Media).- «¿Buscan a mi abuela? No está, pero si quieren material yo se los vendo», dijo el niño que abrió la puerta del departamento. Desapareció un momento y luego trajo consigo una caja de madera que nos presumió como si fuera un juguete nuevo. Sus movimientos tímidos exponían una conciencia joven de saber que lo que hacía estaba mal. La caja contenía unas bolsitas marcadas con la palabra «Cristal».
Habíamos llegado al cuarto piso de un edificio de la zona centro de la Ciudad de México, a unas cuadras del barrio de Tepito, donde Doña Norma (no es su nombre real), de 60 años, vive con tres de sus nietos (de seis, cuatro y un año de edad respectivamente). Se dedica al narcomenudeo y cuando los adultos no están, los pequeños se hacen cargo del negocio.
Cruzamos el zaguán y caminamos por un pasillo largo y angosto que se une con unas escaleras carcomidas de cemento. Cada piso del edificio es distinto. Algunos tienen rejas de metal y otros sólo cortinas de tela simulando puertas. Huele a cochambre combinado con humedad y orines.
En el cuarto piso del edificio el sonido de la calle apenas llega como un murmullo que se mezcla con música proveniente de distintos departamentos. Tocamos la puerta de lámina y enseguida la abrió un niño de seis años, quien traía la cabeza rapada y una playera de Angry Birds.
«Mi papá fue a la tienda, pero si quieren material, yo se los vendo», insistió con la mirada fija sobre nosotros mientras sostenía un carrito de juguete entre sus manos. Otro niño se asomó. Adentro del departamento, una televisión transmitía una caricatura del Canal 5 y un montón de ropa en el piso, junto a un sillón derruido, soltaba un fuerte olor a humedad, como si no la hubieran sacado al sol.
Los niños no tienen muy claro qué es el material que nos estaban ofreciendo, pero estaban seguros del precio: 220 pesos el medio gramo de cristal. También venden cocaína, mariguana y tachas.
Les dijimos que esperaríamos. Nos sentamos en las escaleras y 20 minutos después, llegó el padrastro de los niños, de 22 años, es el tercer esposo de la hija de Doña Norma. El joven matrimonio vive en un pequeño cuarto del departamento. Él se dedica a cuidar a los niños, aunque casi nunca está presente. Saludó a cada uno de nosotros y nos invitó a pasar.
El departamento es pequeño y las paredes están embadurnadas con pintura de color azul. El techo, carcomido por la humedad, denota las goteras. En la primera estancia del lado izquierdo, en una cama rechinante, reposaba el bebé de un año que miraba atento todo lo que pasaba a su alrededor.
Tomamos un par de fotos y las cámaras se volvieron el centro de atención para los niños que insistían en que los dejáramos tomar algunas fotografías. Se turnaban la cámara y disparaban ráfagas en cualquier dirección. Luego, para mostrarnos algo nuevo, nos jalonearon un piso arriba y llegamos a una azotea desierta.
Los vimos correr, trepar y balancearse como si estuvieran en un parque. Todo es un juego cuando eres niño, e incluso la desgracia la viven como una aventura. Más tarde, Doña Norma nos recibió indiferente recostada sobre su cama. Nos contó un poco del negoció sin dar datos muy específicos.
Doña Norma trabaja como intendente en un hospital de la Ciudad de México, pero lleva 15 años dedicándose al narcomenudeo.
«La necesidad económica siempre hace que las personas se metan en pendejadas y, viviendo en esta ciudad, las drogas están muy a la mano».
Sabe que haciendo esto, «alimenta a personas enfermas», como ella les dice y asegura que los adictos le dan mucha lástima. «Son personas que no se quieren y por lo tanto son malos. No puedes querer a nadie si no te quieres primero a ti mismo y a Dios», dice.
Los niños seguían jugando, mientras Doña Norma nos dijo que cada vez es más complicado seguir en el negocio y que la competencia ha aumentado. «Los morros de ahora presumen y se sienten muy chingones moneando desde los diez años y faroleando sus tubos [pistolas]. Por chamacos así de pendejos es que este negocio ya no deja tanto. Le crece la tienda a un culero por bien poquito y mientras, una tiene que ir y arriesgarse un chingo cargando la porquería o con esos chamacos culeros. Es bien peligrosa la chamba porque si me agarran en el camino, nadie va a saltar por mí», nos dijo con la mirada clavada en la televisión.
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