Por Concha López, especial para SinEmbargo.
Ciudad de México, 10 de junio (ElDiario.es/SinEmbargo).- Dicen que la expresión de los delfines es su mayor maldición, un rictus que los humanos identificamos con una sonrisa pero que puede esconder un indescriptible sufrimiento y que proporciona la coartada perfecta a quienes lucran con su tortura y a quienes, simplemente, prefieren no hacerse preguntas porque saben que no podrían asumir las respuestas.
Este sábado, 6 de junio, el movimiento «Empty the tanks» convocó protestas en ciudades de todo el mundo para informar y concienciar sobre el maltrato que esconden los delfinarios y pedir a los ciudadanos que no contribuyan con su entrada a mantener ese oscuro negocio.
Los cetáceos son uno de los tipos de animales más observados por el hombre desde tiempo inmemorial, y hoy disponemos de información sobre ellos que nos obliga incluso a dudar de que seamos los más inteligentes sobre este planeta. Se sabe, por ejemplo, que su lóbulo frontal cerebral está proporcionalmente más desarrollado que en el hombre, lo cual puede indicar una mayor capacidad de sentir y gestionar emociones y de procesar un lenguaje con nociones abstractas y con conciencia de sí mismo. Lo que vamos averiguando sobre ellos nos indica que nos queda mucho por saber, y apunta a que nos sorprenderá.
Se sabe que en libertad, los delfines se divierten viendo su propio reflejo en las máscaras de los submarinistas, que hacen muecas, se observan a sí mismos con interés ante un espejo e identifican a cada miembro de su grupo. También que todos los cetáceos viven en manadas que aglutinan a los núcleos familiares, con fuertes lazos emocionales entre sí, con identificación de los distintos miembros del grupo, con comportamientos solidarios y con diferentes dialectos según la zona en la que habiten. Sabemos que nadan cientos de kilómetros cada día, se sumergen hasta unos setenta metros de profundidad, se mantienen ocupados gran parte del día, y su esperanza de vida supera los cincuenta años y puede llegar hasta noventa en el caso de las orcas hembras.
Los cetáceos tienen curiosidad, pueden experimentar motivación, son solidarios, se dejan llevar por su creatividad, son capaces de utilizar instrumentos y comparten sus experiencias y trucos con los demás miembros de su grupo. Tienen un lenguaje único en cada uno de esos grupos con el que pueden referirse incluso a conceptos abstractos, y los científicos hablan incluso de una “cultura” propia de los cetáceos que para los humanos es aún un mundo por descubrir.
Secuestro, castigo, prisión, soledad
Todo se trunca en cautividad. Su vida, su familia, sus hábitos, sus necesidades. Todo queda reducido a un tanque que –en el mejor de los casos- recorren en apenas unos aleteos, donde son forzados a convivir con congéneres a los que no conocen y con los que a veces ni siquiera pueden entenderse, separados de sus familias y de sus crías cuando las tienen, y entrenados con crueles métodos basados en el miedo y el castigo para hacerles entender y asumir que su vida depende de nosotros y que preservarla requiere responder adecuadamente a exigencias que nada tienen que ver con su naturaleza. Todo para entretener con números circenses a quienes se dejan llevar por el deseo de verlos de cerca sin pararse a pensar siquiera qué están pagando con su entrada.
La realidad que esconden esas entradas es lo que organizaciones e iniciativas de todo el mundo llevan años intentando mostrar, y cada vez con mayor eco: desde SOS delfines, por ejemplo, explican que, debido a la alta mortalidad de los cetáceos en cautividad, la población de cautivos es insostenible para mantener la creciente industria de los delfinarios, por lo que en los últimos años se ha incrementado la captura de animales salvajes para suministrar a esos centros.
Esas capturas, relatadas en el documental The Cove, se llevan a cabo con una extraordinaria brutalidad. Son auténticas cacerías. Despiadadas. Debido a su carácter social, la captura de un solo individuo puede afectar profundamente las estructuras sociales de la manada, y algunos que se libran del cerco acaban muriendo por las heridas, por el estrés que les provoca el acoso al que son sometidos, o al ver morir o ser capturados a miembros del grupo. Una vez capturados, angustiados aún por la experiencia vivida y separados de su grupo, son recluidos en pequeños tanques donde solo pueden nadar en círculos y apenas sumergirse, lo cual aumenta su ansiedad y su debilidad. En esos tanques son sometidos a castigos y a privación de alimento para enseñarles a obtenerlo cumpliendo las exigencias de los entrenadores. Los que “sirven” son vendidos a delfinarios de todo el mundo. Los demás son vendidos para carne, a un precio infinitamente menor.
Incluso los nacidos en cautividad mantienen las necesidades de los animales salvajes y sufren de ese mismo shock al verse recluidos. Esa ansiedad aumenta cuando son separados de sus madres para ser trasladados a otros delfinarios en cualquier parte del mundo. Las madres, dicen quienes han dejado de trabajar en esos centros y hablan con libertad, pueden estar semanas paralizadas, llorando en un rincón del tanque, llamando sin cesar a su cría. En muchas ocasiones esas crías viajan miles de kilómetros en contenedores a bordo de un avión hasta el otro extremo del mundo.
Aunque en los delfinarios se empeñen en mentir a los visitantes, la esperanza de vida de estos animales se reduce considerablemente en cautividad, y la caída sistemática de la aleta dorsal de las orcas macho es un síntoma inequívoco de su imposibilidad de adaptación a los tanques artificiales. Ya no hay duda de que es un síntoma de depresión del que apenas hay constancia entre los individuos en libertad.
Se ha comprobado que los cetáceos en cautividad dejan de utilizar el sonar, el sistema que les permite “ver gracias al sonido”, porque las ondas rebotadas en las paredes de los tanques les provocan gran ansiedad, al igual que los ruidos que suelen acompañar a los espectáculos.
Agresiones por desesperación
El estrés, la ansiedad, la frustración llega a provocarles comportamientos autolesivos e incluso suicidas, tornando agresivos a unos animales que en condiciones naturales rara vez se enfrentan a los humanos. Los ataques hicieron célebre a Tilikum, una orca apresada cerca de Islandia en 1983 y actualmente cautiva en el Sea World de Orlando. Su historia centra el documental Blackfish, en el que trabajadores de ese grupo de parques desvelan la realidad de lo que ocurre con las orcas en cautividad y las artimañas de sus responsables para no renunciar a un lucrativo negocio. Otra orca mató a su entrenador en Loroparque (Tenerife) y un delfín atacó a su entrenadora en el Oceanográfico de Valencia.
En todo el mundo hay evidencia de más de cien ataques en las pocas décadas que han transcurrido desde que estos animales son exhibidos en cautividad de forma generalizada. Esos ataques, insisten los expertos, son fruto del estrés y la frustración que les genera la cautividad. Pero el negocio sigue adelante: según datos de National Geographic correspondientes a enero de este año, en el mundo hay 2 mil 913 cetáceos en cautividad, de los cuales 56 son orcas, y el resto delfines, belugas y otras especies.
De ellos, 543 están en Japón, país que centra la captura de estos animales en la tristemente famosa cala de Taiji; 529 en Estados Unidos; 321 en México; 296 en Europa; 294 en China y 930 en el resto del mundo. Aunque la cifra va fluctuando, en España hay unos noventa delfines, dos belugas y seis orcas en cautividad.
El argumento de que estos centros contribuyen a la conservación de las especies se cae por su propio peso: apenas hay investigaciones viables de cetáceos en cautividad que puedan contribuir a esa finalidad, pero las capturas de animales salvajes sí ponen en peligro su conservación, y la endogamia está a la orden del día en los delfinarios. Además, no hay constancia de que los espectáculos circenses contribuyan a la preservación de los cetáceos.
En libertad rara vez los cetáceos se acercan a los humanos, pero en cautividad los delfines son forzados a nadar con personas, lo cual supone un factor añadido de estrés para ellos, y los expertos alertan de que esas actividades pueden ser por ello potencialmente peligrosas para quienes participan en ellas.
Iniciativas como Sos Delfines o la Dolphin Connection centran sus esfuerzos en informar y concienciar a los ciudadanos para que no alimenten el negocio acudiendo a estos centros, conscientes de que la tortura de estos animales terminará cuando deje de ser rentable, y eso pasa porque dejen de tener visitantes.
Las normas que regulan la estancia de animales “salvajes” o “exóticos” en zoológicos establecen que deben estar siempre en ambientes similares a los de su hábitat. Es fácil concluir que ningún tanque artificial puede parecerse al mar, y que saltar pasando por unos aros para coger una sardina de la boca de un humano no tiene nada que ver con los hábitos de un cetáceo en libertad. Por tanto, es fácil concluir que nuestro deseo de ver a esos animales de cerca no puede estar por encima de su propia vida. «Empty the tanks» es una llamada a nuestra conciencia para asumir la evidencia y actuar en consecuencia.