Ciudad de México, 23 de noviembre (SinEmbargo).– Boris Becker tiene una mansión en Mallorca valuada en 8.5 millones de euros. El año pasado estuvo a punto de perderla por un problema con el fisco. En septiembre pudo salvarla cuando una subasta se avecinaba debido a la orden de un juzgado civil de Palma, por una deuda del ex tenista alemán que alcanzaba los 272 mil euros. Quien fuera el mejor del mundo, alcanzó un acuerdo para poder finiquitar una factura vigente desde el 2009. Lejos quedaban los momentos de grandeza deportiva, mientras iba consolidando su imagen en la prensa rosa.
Becker nació Leimen, un pequeño poblado al noroeste de Alemania. Se convirtió rápido en un niño prodigio con una raqueta en su mano derecha. Tanto lo fue que ganó a Wimbledon con tan solo 17 años. Ningún otro ser humano lo ha logrado tan joven. Conforme fue creciendo se fue haciendo un referente no solo deportivo sino social. Boris introdujo un discurso abierto a nuevas formas de pensar, mientras iba catapultándose como uno de los mejores jugadores del circuito. Un visionario de pelo rubio que cambio para siempre la concepción que se tenía sobre el Tenis.
Tras coronarse en el complicado césped del All England, se vio perseguido por innumerables personas. De pronto, cuando llegaba a disputar un torneo, arribaba junto a un Staff amplio de ayudantes que le hacían la vida mucho más fácil. Boris entendió que más allá de ser un simple jugador, su nombre representaba mucho más. Alrededor de sus éxitos deportivos, una bola de nieve se iba formando con un montón de patrocinadores buscándolo para utilizarlo como imagen. La gestión de todo eso, tan común en nuestros días, fue obra de ese pionero alemán de sonrisa fácil. El legado traspasó la frontera deportiva, dejando un aporte para la historia.
En la cancha fue un tipo pasional que se disgustaba consigo mismo. Becker tenía los sentidos abiertos para interpretar un entorno que se abría cada vez más hacia un mundo globalizado. Con la década de los 90 en puerta, las teorías del próximo fin del mundo iban acompañadas por un avance tecnológico que no ha parado hasta nuestros días. Bajo ese ambiente, Boris interpretó muy bien los caminos que había que tomar, siempre con la expectativa de quien descubre algo nuevo. Ganó seis. Grand Slams en total, lejos de los 17 que ostenta Roger Federer, a quien admira sin reparo ni envidia por convertirse en una leyenda.
El éxito le trajo esa parte de la farándula para la que muy pocos deportistas están listos. Ganar títulos en 14 países diferentes le dieron un vínculo internacional. Su rostro se convirtió en imagen de muchos productos, incluso de la isla Balear en donde yacía la mansión que hace un año rescató de una subasta impuesta. En su biografía «La vida es un juego», repasa un camino que tuvo a miles de aficionados como testigos. El libro se vende con la promesa de ser un Best-Seller deportivo de alguien tan expuesto del que se supone se sabía ya todo.
Amante de la empatía del deporte, está convencido de que «el deporte tiene el poder de cambiar mundo». Boris Becker hoy va a los estadios para disfrutar con Federer, y últimamente con la lucha encarnecida entre Rafael Nadal y Novak Djokovic. El teutón es un orgulloso extenista enamorado de todo aquello que lo hizo un personaje popular. Sin embargo, él fue mucho más allá, siempre con los sentidos abiertos. «Es la única lengua internacional, el único idioma que habla todo el mundo, quizás con la música», declaró sobre el deporte en una entrevista reciente. Becker alcanzó el 1 del mundo en 1991. Desde ese momento, la ATP no deja de agradecerle.