Ciudad de México, 9 de octubre (SinEmbargo).– Recibió los boletos de mano de Alfredo Di Stéfano. El rubio jugador había llegado a Bogotá para jugar con el club Millonarios tras una huelga que había paralizado al futbol argentino casi a mediados del siglo XX. Ernesto Guevara vería el duelo entre aquel Ballet Azul colombiano y el Real Madrid desde la barra popular, como uno más de los aficionados fervientes de aquel equipo histórico latinoamericano. El mito del «Che» todavía no nacía, el futbol le daría el sustento vital para sobrevivir en el camino a su trascendencia.
En Leticia, parte del Amazonas colombiano junto a la frontera con Brasil y Perú, Ernesto Guevara encontró un ambiente adecuado para una de sus pasiones mientras recorría el continente. Gracias a su carisma, lograron que los alojaran en la policía. «Pero en cuanto a cuestiones de pasajes no pudimos obtener nada más que un 50% de rebaja, por lo que hubo que desembolsar 130 pesos colombianos más 15 por exceso de equipaje», redactaría en su diario. Sin un solo centavo en la bolsa, el futbol aportaría para engrandecer la figura de un hombre que marcaría una época.
«Lo que salvó la situación fue que nos contrataron como entrenadores de un equipo de futbol mientras esperábamos el avión quincenal», redactaría Guevara. Junto con él iba Alberto Granado, su amigo. Los dos se dieron cuenta del pobre nivel del equipo de Leticia. En Colombia, los futbolistas argentinos estaban de moda por la reciente llegada de grandes figuras desde la Pampa. El acento de los dos viajeros les ayudó para adentrarse en el campo como jugadores. El equipo pequeño de la región amazónica, lograría ganar un campeonato con el «Che» como portero.
Ernesto Güevara de la Serna jugó al rugby de los 14 a los 23 años. Su pasión lo llevó a fundar la revista especializada «Tackle». Su incursión en el periodismo deportivo, fue notable. En 1955, fue corresponsal en los Juegos Panamericanos de México para la Agencia Latina. El deporte sería una arma primordial en la lucha social del futuro comandante. El futbol le abriría las puertas en Bolivia y con el basquetbol se ganaría la confianza de guerrilleros peruanos. Revolucionario desde pequeño, se impuso a su padre cuando este le quiso prohibir jugar rugby por el asma que padecía. «Voy a seguir jugando, aunque reviente», le dijo.
Apasionado por naturaleza, desde pequeño practicó el ajedrez en la escuela y en el recreo jugaba de portero. Nunca vio jugar a Rosario Central, pero siendo rosarino, nunca negó su amor por el club Canalla. Esa habilidad física para practicar deportes, Golf incluido, le dio las bases para llevar acabo esa proeza de recorrer Latinoamérica. Mientras jugaba, su ideología se iba asentando. La realidad de una región golpeada, lo convirtió en revolucionario. El deporte siempre estuvo ahí, como un rompe hielo ideológico para llegar a acuerdos.
Un día como hoy de 1967, el Che moriría a las 13:10 horas de una tarde boliviana. Con la CIA involucrada, sería fusilado. La bala le atravesó el cuello para que se pudiera decir que había muerto en combate. Años después, su imagen estaría en forma de tatuaje en millones de cuerpos. Maradona lo inmortalizaría en uno de sus brazos. En Argentina, diversos clubes de divisiones menores, llevan su fotografía o la estrella que lo identifica en sus emblemas. «Hasta la victoria siempre», pronunciaría un día. La frase sigue retumbando como eco en diversos lares. El deporte, el más preciado.